Julio Escoto
Peso del caribe en la literatura
centroamericana actual
Autor hondureño
escoto@globalnet.hn
Referencias
El complejo Caribe
Durante el pasado Equinoccio de Primavera asistí en
la ciudad de La Ceiba, litoral Atlántico de Honduras, a la inauguración
de la Casa de Cultura con que el pintor Julio Vizquerra abría al público
una nueva opción de desarrollo intelectual. La Ceiba, a 403 kilómetros
de la capital Tegucigalpa, es un puerto de 300 000 habitantes, sumamente alegre,
donde se dice que el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob concluyó su
"Canción a la Vida Profunda", donde José Martí
conferenció con sus convidados a la revolución, temporalmente
residenciados en Honduras Máximo Gómez, Antonio Maceo, Flor
Crombet (Antúnez, 1989) antes de emprender la gesta final; en que
nació uno de los más vigorosos enclaves de ascendencia árabe
asentados en América (Euraque, 1996), y una ciudad que, curiosamente,
lleva el nombre del árbol sagrado de los pueblos Mayas (Ceiba pentandra),
que ellos consideraban como puente gnóstico entre realidad visible e
Inframundo.
Los actos de inauguración incluyeron la presentación de un exquisito
violinista nacional, Fernando Raudales, así como de una pianista salvadoreña
y un tenor guatemalteco, quienes debieron competir con el oleaje cercano para
hacer oír sus melodías clásicas. Luego el cantautor Guillermo
Ánderson interpretó diversas composiciones a ritmo de punta y
reggae; más tarde ocupó el improvisado escenario un cuadro local
de ballet y el acto finalizó con doce bailarinas de raza negra, todas
ellas de la tercera edad, que forman el grupo de danzarinas de Sambo Creek,
una villa poblada por descendientes de garífunas exportados por los ingleses
a la costa de Honduras desde la pequeña isla de San Vicente en 1796 (Gargallo,
2002).
En esa cita se hablaba español, inglés, francés
y garífuna, y un médico alemán, Sigfried Seibt, conversaba
con su nieto instruyéndolo en ese idioma. Los invitados consumían
vino francés, ron de Cuba, whisky escocés o cierto ponche en que
no debía estar ausente el aguardiente local. Al concluir la velada se
descubrió una hermosa fuente de paté de foie que los invitados
no vacilaron en acompañar con cazabe, una especie de tortilla costeña
mayormente elaborada con pasta de yuca.
Este introito tan poco académico hará pensar a algunos de ustedes
que me equivoqué de congreso, pero quizás no. La multiplicidad
de lecturas que provoca la relación anterior es no sólo paradójica
sino sintomática de cierto orbe, cierto mundo particular bajo el cual
quedó conformado desde tiempos lejanos el Caribe centroamericano (Barahona,
1991).
He dicho "quedó conformado", lo cual no es cierto, pues el
Caribe es más bien una polenta humana en permanente ebullición
y cambio, un espacio en constante transición, tráfico de influjos
e influencias, cuando no de expresiones directas o sutiles de los más
grandes imperios del orbe durante todas las épocas, como también
lo fuera en su momento la cuenca europea del Mediterráneo.
La región puede ser interpretada desde muy diversos ángulos. Constituye
parte de Mesoamérica, que comprende desde el Sur de México hasta
El Darién, y que coincide no accidentalmente con el actual Plan Puebla
Panamá. Los antropólogos centroamericanistas dedicados al conocimiento
del peso indígena, mayormente montañés o de alturas, no
pueden soslayar la presencia del Caribe en sus estudios (Fash y Agurcia. 1996),
ya que la relación existente desde épocas prehispánicas
entre, por ejemplo, macrochibchas venidos del Sur, pobladores Mayas y comerciantes
mexicas (Putunes) vía el Atlántico, les obliga a considerar ese
otro componente en sus investigaciones. Fue en el Caribe centroamericano donde
se colocaron las primeras piedras continentales de la navegación del
descubrimiento español, comenzando con don Cristóbal Colón,
y es allí donde este audaz explorador realizó el primer secuestro
registrado en tierra americana (Hernando Colón. 1975), como signo propiciatorio
de una violencia que parece nunca fuera a acabar.
Allí se celebró la primera misa Católica oficiada en el
continente, en Agosto de 1502 hace exactamente 500 años; Núñez
de Balboa partió de ese Atlántico para encontrar el Pacífico,
tras cruzar, sin saberlo, el segundo arrecife de coral más grande del
mundo, localizado en Islas de la Bahía, creando la ambición del
único canal interoceánico artificialmente construido en América.
Tan importante fue en algún momento asegurar para el dominio ibero esa
área, que Hernán Cortés no vaciló en emprender su
épica caminata de 500 leguas desde México hasta Trujillo, en la
costa Caribe, a fin de consolidar el imperio (Díaz del Castillo, 1960).
Y fue en esa misma zona marítima donde se articuló, por fin, el
esfuerzo de ocupación lanzado desde las Antillas Mayores hacia tierra
firme, de manera que comenzara a enhebrarse con fluidez y eficiencia el sistema
colonial.
Pero más aún, es en el Caribe centroamericano donde ocurren las
más provocadoras historias de conflicto intercontinental y de lucha de
poderes locales e internacionales. Aparte de las acciones de piratas y corsarios
que pueblan el anecdotario colonial (Pérez Valenzuela, 1977), y en que
se entreveran y mezclan las más disímiles razas, credos y voces
(franceses, ingleses, daneses, holandeses, portugueses), el enfrentamiento mayor
se da entre España e Inglaterra por la vasta territorialidad de La Mosquitia,
una inmensa región que geográficamente se delimita entre las costas
Caribe de Honduras y Nicaragua, pero que culturalmente se extiende hasta el
litoral de Costa Rica, Bocas del Toro en Panamá e incluso Cartagena en
Colombia (Floyd. 1990).
En diversos instantes del lejano pasado el capital simbólico de los pueblos
caribeños centroamericanos se nutre con sugestiones imperiales desde
Jamaica y Santo Domingo (Rodríguez, 1970) pero también desde las
iniciales rebeliones de San Vicente y Haití; cruzan las islas, costas
y penínsulas los modelos autonomistas de Estados Unidos y de Francia,
como los de las Cortes de Cádiz en España, que generarán
en su momento pueblos de cimarrones (Carpentier, 1981) o la autonomía
total de 1821; se trasiega a dioses y espíritus que van desde la catolicidad
y la fe presbiteriana y luterana hasta los primigenios del vodú haitiano,
la santería cubana e incluso el candomblé brasileño; armas
nuevas son introducidas (con la pólvora), armas primitivas (el arco,
la flecha, la cerbatana) son revaloradas; pero sobre todo se profundiza la extraordinaria
y única fusión de tres razas que jamás antes se habían
encontrado: la blanca europea, la indígena local, y posteriormente la
negra africana, conjuntando una simbiosis tal que da origen a la nueva carga
genética hasta entonces impensada, la del mestizo americano y sus diversas
maneras de hibridación racial y cultural.
Todo esto acontece, a lo largo de siglos, dentro de una escenificación
natural que rompe, al momento del descubrimiento, cualquier preconcepción
de la cultura europea. De pronto, y tras la corona de sílice de las Antillas
mayores y menores, surgen a la vista del conquistador los paisajes menos imaginados,
los mares más iracundos, las calmas chichas más prolongadas, seres
marinos hasta entonces sólo fabularios, es decir una fauna inédita
y una flora que, incluso hoy, es considerada como el tercer depósito
botánico más variado del mundo y cuyos ecosistemas tienen vasta
potencialidad para aplicación en usos medicinales.
Lo que el conquistador viene a descubrir es, pues, no una nueva tierra sino
una tierra nueva. El paisaje circundante es tan potente que acondiciona tempranamente
a los recién llegados y vocablos novedosos, palabras raras, términos
exóticos como maíz y huracán inficionan inmediatamente
al idioma español, reinventándolo (Fuentes y Guzmán, 1933).
Ese paisaje y ese léxico van a estar presentes desde entonces en todo
el periplo de la historia centroamericana, como vitalicios compañeros
de ruta, permeando no sólo a las Crónicas y descripciones originales
sino al universo semántico de sus literaturas de hoy.
El paisaje cultural
El paisaje natural, desde luego, pero también el paisaje
cultural.
Por su apertura a todas las influencias y trashumancias que permite la libertad
del espacio sin límite del mar, el caribeño generó una
tendencia fácilmente verificable hacia niveles de tolerancia y visión
de mundo mucho más flexibles que, por ejemplo, el montañés,
usual habitante de tierra interior.
Las capitales centroamericanas están asentadas todas en, o con dirección
a, la vertiente del Pacífico, mientras que las regiones donde no se pudo
imponer suficientemente el coloniaje español se ubican en el Atlántico.
Fue allí, en este espacio resistente a la sujeción, donde siempre
se burló a la autoridad real, ya fuera por medio de contactos clandestinos
con subversivos ingleses y franceses en la intimidad de las múltiples
islas, calas y ensenadas del litoral; a través del voluminoso contrabando
que se desplazaba, sobre todo, desde la colonia británica de Belice (Honduras
Británica) a las provincias del istmo; en el entramado novelesco de la
lucha anglohispana por La Mosquitia, o que se expresaba, esa rebelión,
en el poderoso trasfondo de cuatro imperios España, Inglaterra,
Francia y luego Estados Unidos, actuando cada uno al mismo tiempo en pro
de sus intereses.
Es en ese Caribe de Belice, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Costa Rica y Panamá
donde, es cierto, no se gestó la independencia, pues carecía de
las luces intelectuales capaces de emprender aquella acción, pero sí
donde por primera vez se concibe la noción de una pertenencia espiritual
y territorial mucho más exhaustiva que la de metrópoli-periferia
pronunciada por los españoles, y se introyecta la percepción de
que las únicas fronteras válidas son las del mar, unos límites
aceptados que se prolongan de tierra firme a Cuba y Jamaica, a Tortuga y Providencia,
a Cozumel y Golfo de Perlas, abriendo un gran espectro, el amplísimo
espectro de una nueva y todavía inmanejable forma de identidad.
Ese fenómeno se ha expresado siempre en intensos flujos de migración
desplazados dentro de tales áreas y circuitos, así como en el
amplio tejido interfamiliar que abraza a ciudadanos de múltiples naciones
del Caribe, pues las fuentes de las raíces comunes comienzan cada vez
a ser más explícitas y no es extraño reconocer apellidos
centroamericanos del Atlántico que provienen (en primeros o segundos
traslados) de Barbados o de Haití y Grenada, de Dominicana o de Trinidad
y Tobago. Un caso típico es el del actual gobernante de Honduras que,
habiendo nacido en Panamá, revela su ascendencia en Curaçao (Stitching,
1999), y de allí se retrotrae hasta Holanda, donde sus antepasados fueron
comerciantes importantes, si es que originalmente no provenían de Portugal,
antes de ser expulsados de allí por su ascendencia judía.
Lo anterior obliga a realizar tempranamente una importante aclaración.
A ojos de cierta contemplación europea es probable que la costa Caribe
centroamericana se perciba como un ancho espacio de población cuantitativamente
proveniente de esclavos y forzados africanos, lo cual no es exactamente así
(Pérez Brignoli, 1992). Por el contrario, su demografía es mayoritariamente
mestiza, y lo que podríamos llamar patrones indígenas y afrocaribes
ocupan solamente parte de su composición étnica moderna (Pérez
Brignoli. "Los mestizos", 1992).
Lo anterior debe ser recalcado para evitar la típica creencia de que
el Caribe centroamericano es tradicionalmente subversivo y contestatario sólo
por sus raíces históricas e ideológicas importadas de rebelión
contra los poderes e imperios tradicionales. Al contrario, han sido el mestizo
criollo y su mesticidad, como explotador y a la vez explotado del sistema (Murillo
Selva. 1991), quienes han configurado a través de los tiempos una sicología
particular de caribeño, entre cuyos rasgos sobresalen su habitual descreencia
por la representatividad genuina del protocolo, su renuencia a la aceptación
de la rigidez oficial, su intensa búsqueda de movilidad en la escala
social, su religiosidad híbrida y sincrética, una inclinación
preferente hacia la sensualidad que a la meditación intelectual, su concepto
de que en la cama se allanan todas las diferencias sociales y una oposición
ya casi atávica a validar privadamente el discurso profético o
el verbo mesiánico impuestos desde arriba. En ello no ha de faltar un
componente sutil y hasta ahora poco estudiado, cual es el hilo vaporoso, hilo
sutil, de ciertas creencias de proveniencia oriental, muy comunes, en torno
a las promesas de la salvación, la transmigración y la reencarnación,
que permiten administrar el presente con vistas a una solución final
de ascenso ajena a cualquier circunstancia material.
Sin pecar de sicologistas, pues nos internamos en un terreno delicado, puede
proponerse que la visión de mundo característica del hombre actual
del Caribe centroamericano compendia cierta resistencia heredada hacia los mensajes
provenientes de la autoridad, cualquier autoridad, a la que identifica siempre
como empresa exactora de sus bienes materiales e intelectuales. Comprende además
una religiosidad abundantemente dispar, en que se entrelazan percibidos
o ignorados elementos originarios de las profundas vivencias de la practicidad
indígena local, de los credos Católico, Moravo y Mahometano (De
la Guardia, 1977), y de la diaria reflexión obligada que es siempre el
acto místico (cuando se le apropia) de convivir frente a un monstruo
permanente, irracional y sin embargo manso, globalizador y simultáneamente
íntimo, cual es el mar. En ese contexto o tejido sustancial los aportes
de la africanidad más bien contribuyeron a reforzar una cosmovisión
de por sí natural.
Sin despreciar en ninguna forma esos aportes, debe destacarse sin embargo que
el protagonismo singular atribuido a la presencia africana fue relativo en el
Caribe centroamericano, ya que allí no se dieron las masivas importaciones
de esclavos que sí tuvieron lugar para las plantaciones de azúcar
y tabaco de las Antillas mayores.
La práctica esclavista fue comparativamente menor en el istmo centroamericano,
ocurrida mayormente en Panamá y las regiones centrales y del Pacífico,
donde se le utilizó para la explotación de minas (Leiva Vivas,
1982). En el Atlántico lo que se desarrolló más bien fue
una sicología de resistencia a la repugnante idea del esclavismo, una
ideología de contraposición al concepto mismo de subordinación
y enajenación, podría decirse incluso que una primera razón,
bastante estructurada, de respeto al derecho humano (social, no sólo
individual), alimentado todo esto por la audacia "ejemplar" de corsarios
ingleses (Drake, por ejemplo), por la parla subversiva de corsarios y forbantes,
y por los modelos internacionales de rebelión e independencia. En algunos
casos, como en el de los Garinagu, ese conocimiento va a evolucionar con el
tiempo desde una primaria conciencia étnica hasta la militancia étnica,
como en el presente.
Las típicas rebeliones en Centroamérica se originan, pues, tanto
en la práctica de la esclavitud (Sherman, 1979) como en un rencor largamente
alimentado por la posibilidad de cualquiera otra manera de esclavitud, superpuesto
todo ello al depósito atávico de la desastrosa experiencia indígena.
Ello produce en el curso del tiempo un fervor caliente de oposición a
todo régimen (pues todos ellos son injustos), de amarga separación
de clases entre dominantes y dominados, de propensiones autonomistas los
diversos "reinos" que hubo en La Mosquitia (Flores Andino, 1989),
en los palenques de esclavos huidos, en el olvido oficial más bien disfrutado
por sitios como Belice, Pearl Lagoon e Islas de la Bahía hasta
llegar a la provocación y al pueblo armado, como ocurrió en la
costa Atlántica de Nicaragua en 1982 (Torres Rivas, 1992) frente a la
pretendida imposición asimiladora del centralismo sandinista.
De las aproximadamente 139 revoluciones sucedidas en Honduras en los siglos
XIX y XX, la mitad se gestó o recibió apoyo en el Caribe; la costa
Atlántica costarricense, a partir de Limón, volcó todos
sus esfuerzos de comercio y desarrollo, durante casi un siglo, hacia el exterior,
no hacia el interior del país; por los andenes de Bodegas, en Golfo Dulce,
Guatemala, circuló una riqueza inconmensurable en bienes y metales preciosos
durante toda la Colonia, y sin embargo continúa siendo hoy uno de los
espacios menos favorecidos del progreso en el continente; en torno a Bluefields
y los accesos a los lagos de Nicaragua se escenificó el volumen más
espinoso de la historia vieja y moderna centroamericana, incluyendo al filibustero
William Walker (Pastor Fasquelle, 1995); la deforestación causada por
los ingleses en Belice es tal que algunas especies se extinguieron para siempre
de su territorio; todas las fortalezas y retenes de importancia arquitectónica
y defensiva fueron edificados en el Atlántico del istmo, para apaciguar
cualquier signo de complicidad revolucionaria. Sobre esto último hay
alguna excepción en ciudad Panamá, desde luego, pues Panamá
no perteneció al gobierno colonial centroamericano y generó protagonismos
distintos, pero Panamá siempre fue diferente, al grado que es el único
paisaje de América donde el sol emerge por occidente y se pone al oriente
(Escoto, 2002).
El Caribe centroamericano es partícipe, pues, de una correlación
de hechos históricos y de influjos que van más allá del
estudiado sistema colonial español, pues mientras en el Pacífico,
el centro y la llamada frontera telúrica que separa a ambos con el Atlántico
aún se portaba aristocrática espada, el Caribe ya blandía
popular machete.
Muchas corrientes de pensamiento modernizador ingresaron a Centroamérica
primero por el Atlántico y luego por intercomunicación Norte-Sur.
La proclama emancipadora de Toussaint Loverture desde Haití, las rebeliones
de esclavos y cimarrones en las Antillas, la "Carta de Jamaica", manifiesto
político de Bolívar en Kingston (6, IX, 1815) que pregona desde
ya la liberación contra la esclavitud, circularon en el Caribe con celeridad.
Pero asimismo incendia los amaneceres y crepúsculos la prédica
de un nuevo santo, José Martí, quien de 1880 a 1895 riega su semilla
luminosa por el Caribe, como lo hará más tarde, en la década
de 1920 el jaimaiquino Marcus Garvey, y en los años 30 Sandino y las
voces del indoamericanismo y el anti-imperialismo, y en los 40 es un compás
de origen africano, el jazz, que cruza mares e islas, para ser continuado en
1950 por el rhythm and blues, el boggie-woogie y la lucha contra los caudillos
y dictadores, y en la década de 1960 por la teología de la revolución
triunfante latinoamericana y por un suceso estético aparentemente menor,
que viene como a cerrar toda una etapa, todo un proceso de maduración
humanista y política, y que son el ska y el reggae (con la devoción
a Haile Selassie y la cultura rastafari, dominante en Belice), vehículos
extraordinarios estos posteriormente apropiados por el mundo y a través
de los cuales ya no sólo Centroamérica sino casi toda Latinoamérica
confirman que el arte es el instrumento ideal para profundizar en la búsqueda
y ascenso de la evolución.
En el medio hay una aseveración incuestionable: la de que, en términos
generales, los gobiernos centrales del istmo siempre discriminaron y relegaron
a la región Caribe. Con excepción de Honduras hoy, que posee el
litoral más extenso y desarrollado en el Atlántico, en el resto
de Centroamérica los pueblos ubicados a orilla del mar han estado siempre
marginados de la incorporación real al proyecto de Estado-Nación.
Esto se debió sustancialmente a la carencia de vías confiables
de comunicación y a la lejanía de las capitales, pero también
a que en Honduras la región Atlántica vivió como ninguna
otra la experiencia histórica del enclave bananero.
Llegadas hacia 1905 a las costas del Caribe, las empresas bananeras, en particular
la más intromisoria de todas, la United Fruit Company o "Mamita
Yunai" (Fallas/Amador), pronto ocuparon una amplia porción del poder
nacional hasta condicionarle financieramente la existencia. Fuera de su intervención
global, que ha sido abundantemente estudiada y analizada (Acuña, 1992),
el enclave bananero no sólo significó un impacto profundo en los
rubros políticos y económicos sino además en lo cultural.
En el plazo relativamente breve de 60 años modificó la estructura
habitualmente rural de la población y (aplicando este vocablo en forma
cauta) la "internacionalizó" a través de sistemas hasta
entonces novedosos de producción y administración, políticas
de control de calidad, inversión de capitales foráneos (Slutzky
y Alonso, 1980) y la presencia de una élite directiva que respondía
a otra forma de cultura que muy luego comenzó a derramarse sobre todos
los estratos sociales.
Así, en un Caribe que ya previamente mostraba apertura hacia otros modos
de civilización, sobre todo a partir de la fuerte ingerencia británica
durante los siglos XVII y XVIII (Newson, 1992), la aparición de los norteamericanos
armados con novedades que iban desde variedades de banano a cañoneras
y marines pronto varió las formas tradicionales de vida.
Sólo que esa admiración inicial cedió paso pronto a la
desconfianza y el desprecio por las actitudes abusivas de los estadounidenses;
la disparidad y polaridad de confort e ingreso entre inversionistas y obreros
vitalizó la savia de la resistencia comunal; las teorías hasta
entonces dudosas en torno a la existencia y la voracidad del imperialismo vinieron
a hacerse realidad y a sumarse a las experiencias anteriormente sufridas en
forma directa con los imperios español y británico, y, en forma
indirecta, por referencias, con la hegemonía holandesa en Antillas menores.
Durante el período de auge de las bananeras la región adquirió
un sesgo multinacional ya que arribaban a conseguir trabajo en ellas ciudadanos
de toda Centroamérica y del Caribe insular, provocando las inevitables
comparaciones, que fortalecieron el sentido de tolerancia racial y social. Asimismo
se entronizaron agudamente los gustos del colonizador bananero que él
mismo fomentaba y durante 40 años la presencia de orquestas de
jazz contratadas para exhibirse en los campos bananeros, la visita de barcos
cargueros del mundo y de naves de guerra norteamericanas, las competencias con
equipos de béisbol invitados expresamente, así como las influencias
en moda, hábitos y preferencias, agregado a ello el estatus privilegiado
que significaba hablar inglés, yankizaron a la región profundamente.
Fue entonces cuando se acuñó el término, hoy afortunadamente
desusado, de "repúblicas bananeras".
Cuando arranca la segunda guerra mundial lo que ella provoca, lógicamente,
es una intensa polarización. Al inicio de los triunfos alemanes parte
de la población se inclina hacia este contendiente que se atreve a desafiar
al imperio norteamericano, si bien otra mantiene su posición pro-aliados
o pro estadounidense. La revolución rusa sigue siendo un detonador apagado
que, aunque con simpatías, sólo va a activarse al estallido de
la guerra fría. En algunas partes se organizan sociedades comunistas,
en otras el Ku-Klux Klan (Posas Amador, 1992).
Nacen entonces leyendas y rumores que conservan plena vigencia incluso 70 años
después, como por ejemplo los supuestos depósitos de petróleo
en que es rico el Caribe del istmo y cuyos pozos fueron secretamente clausurados
por los norteamericanos para conservarlos como reserva en caso de otra contienda
mundial; las negociaciones ocultas realizadas por las compañías
bananeras norteamericanas con submarinos alemanes, a los que proveían
de combustible a cambio de no torpedear sus buques cargueros; los apartados
sitios del Caribe centroamericano donde los tripulantes de aquellas naves del
Eje desembarcaban para aprovisionarse, tomar descanso y gozar por una noche
en burdeles miserables. Fantasías y realidades estas que habitan el imaginario
regional (Sebreli, 1992) y que se trasladan paulatinamente a la literatura para
su reciclamiento ficcional.
Colofón
Desde luego que no voy a caer en la tentadora y presuntuosa
inclinación de describir acá toda la enmarañada intensidad
con que se construye el complejo cultural del Caribe centroamericano. Ese gran
diorama pertenece a otras instancias, mejor en forma de libro, y a inteligencias
lúcidas y preparadas.
Pues apenas si arañamos la superficie y ni hemos citado
su exuberante expresión pictórica, que contribuye a asentar la
personalidad caribeña, desde los petroglifos que uno encuentra en la
Biosfera del Río Plátano, en La Mosquitia, hasta el influjo generalizado
de Wilfredo Lam; desde el tambor africano al acordeón alemán Hohner
que armoniza aún hoy los vallenatos de Colombia; y desde la Punta, que
es originalmente un baile funerario, a las construcciones musicales de las steel
bands de Trinidad, y del Coro y Ballet de Jamaica, entre muchísimas
otras variables culturales presentes en la zona.
Debo concluir, más bien, con ciertas observaciones discretamente primarias.
La primera es que, aparentemente, más allá de las experiencias
traumáticas de esclavitud y sujeción que conoció por siglos
la región del Caribe centroamericano, en ella parece darse una valoración
positiva de la condición humana, del principio de la vida y del derecho
a la autodeterminación. Este es un valor filosófico que, si bien
y lógicamente, fue condicionado por la experiencia inmediata, siente
uno como si formara parte natural de una concepción de mundo, de una
cosmovisión comprobada por la frecuente solidaridad que caracteriza a
sus pueblos y etnias, donde muy escasamente se dan casos históricos de
dominio y sujeción entre unos y otros (Meléndez, 1997).
Esa tolerancia y naturalidad de convivencia permite entender la razón
de la inquietud, inconstancia, ansiedad y rebelión que ha caracterizado
siempre, incluso hoy, a los pueblos del Caribe insular y continental. Su lucha
no es contra un imperio sino contra el privilegio de su existencia. Es decir,
que la síntesis no es racial sino política; la causa no es subjetiva
sino social. Lo que impulsa a los habitantes caribeños centroamericanos
a resistir a todo influjo hegemónico no es la historia, sino el principio
de no permitir que se repita una historia hegemónica.
Segundo, no todo es desde luego humanismo y solidaridad. Aunque el caribeño
ha sufrido vías más o menos directas de explotación y discriminación
de origen externo, también se percibe diversos estamentos que advierten
de discriminaciones inter-clase, es decir entre los mismos de similar condición.
Por ejemplo, más en forma subconsciente que objetiva, el ladino iberoamericano
ve al negro como inferior, el llamado negro inglés (Caracol o descendiente
de jamaiquinos) menosprecia al negro garífuna y este a su vez a los misquitos,
sumos y ramas. Tras la contratación preferencial de negros y mulatos
en las compañías bananeras, los garífunas empezaron también
a sentirse superiores a los criollos. A todos ellos los subvalora el hombre
blanco (Anderson, 2001).
Desde luego que están en marcha procesos interesantes con que la misma
sociedad civil procura allanar estos obstáculos de percepción
y comunicación, empleando todos los medios posibles.
Uno de ellos, y que es muy significativo por su carácter de ejemplo totalizador,
se da en torno a la intensa afición musical que caracteriza al caribeño
centroamericano de hoy, sea mestizo o de cualquier etnia.
Desde el alba, la costa Caribe enciende sus radios y aparatos de sonido. A veces
por la mañana se oye el son lento de un bolero, cuando amanece triste
el alma. Pero usualmente suenan entre las palmeras el merengue y la salsa, o
el sol se alza sobre las brumas del mar al ritmo caliente del reggae, con mensajes
inevitablemente contestatarios.
Al mediodía los músicos quizás juntan soul y calypso, y
con sus letras iniciales inventan el Soca, para hacer fiestas tempraneras entre
coco y ron. Otro día todo se acelera y se baila parranda de Belice, palo-de-Mayo
de Nicaragua, tamborito de Panamá y cumbia de Colombia, o se desempolva
un banjo comprado en Martinica para hacer un poco de biguine, de pop o funk.
África parece llamar desde la otra cara del espejo del mar. Un viejo
desenvuelve entonces un disco medio rayado, que adquirió en Aruba, y
el mar detiene su rumor para escuchar una lengua cocinada en holandés,
portugués, inglés, español y algo de francés, el
Papiamento, que nadie entiende pero que todos danzan.
A veces cuando cae la tarde alguien recuerda a Nueva Orleans y teclea al sax
varios trozos de jazz. Un ferrocarrilero nacido en Martinique interpreta en
creole algo de zouk, pringado con lamentos de spiritual. El aire trae recuerdo
de un dios olvidadizo, de cariños rotos, de amores idos y océanos
lejanos; el Caribe es demasiado grande para guardarlo en el corazón.
En algunas noches se baila compas y méringue de Haití, tristemente.
Pero puede ocurrir que un trío de músicos garífunas venga
por la playa y sus tambores rompan la penumbra interpretando Punta, el son que
comenzó siendo ritual funerario y que se destila poco a poco a la sangre
como un potente licor. Es la Centroamérica caribeña que cura sus
heridas cantando.
A estas alturas, algunos de ustedes que al inicio pensaron que me había
equivocado de congreso han de concluir que tenían razón, pues
no he hablado directamente de literatura, lo que sería tema para otra
conferencia.
Sin embargo, es obvio que todo esto en que he abundado es exactamente la base,
la urdimbre, el tejido, tramallo o cantera, gran ciclorama original, de donde
los escritores extraemos la rica materia para modelar los personajes y circunstancias
de nuestras creaciones de "ficción" (Acevedo, 1982). Es decir,
que el imaginario de los escritores se sustenta en un imaginario "real",
califiquémoslo así aunque parezca una contradicción.
Con el retorno de la novela sustentada en alguna matriz histórica, como
está ocurriendo actualmente según Seymour Menton (Menton, 2002),
entender estas realidades contribuye, tanto en el autor como en el lector, para
acceder dialógicamente al íntimo significado de los mensajes contenidos
en la escritura literaria. Sin dominar ese trasfondo es imposible administrar
los códigos contenidos en la obra y menos penetrar audazmente su propuesta
(Jaramillo et al, 2000).
Pues en Centroamérica, como desde luego en otras partes de América,
parece ser que no hemos podido superar aún cierta propensión didáctica,
llamémosle mejor exploratoria, en que concebimos a la obra literaria
no sólo como un juego verbal, un efecto lúdico, sino bajo cierta
responsabilidad, o lo que se llama en la postmodernidad el compromiso ético.
Los escritores y ahora no hablo como académico sentimos como
que no nos es llegado aún el tiempo del hedonismo de la palabra y que,
como lo asevera el mayor novelista caribeño, aún no descubierto
por los congresos literarios, el nicaragüense Lizandro Chávez Alfaro
(Chávez Alfaro/Escoto, 2002), "cierta misión se impone, la
de facilitar un segundo descubrimiento, el de nosotros mismos".
En eso estamos, avanzando en la tarea, y parece ser que ya nos vamos encontrando.
©Julio Escoto
Referencias
- Acevedo, Ramón Luis. 1982. LA NOVELA CENTROAMERICANA. DESDE EL POPOL
VUH HASTA LOS UMBRALES DE LA NOVELA ACTUAL. Río Piedras, Universidad
de Puerto Rico. 504 pp.
- Acuña O., Víctor Hugo. "La plantación bananera
en Centroamérica". En: Edelberto Torres, Editor. 1992. HISTORIA
GENERAL DE CENTROAMÉRICA, Tomo IV, España, FLACSO y Sociedad
Estatal V Centenario. p. 111. Ver su interesante bibliografía.
- Anderson, Mark. 2001. "¿Existe el racismo en Honduras? Estereotipos
mestizos y discursos garífunas". En: Darío Euraque, Editor.
MESOAMÉRICA, Año 22, Número 42, Diciembre. P. 135.
- Antúnez C., Rubén. 1989. "Patriotas cubanos en el Departamento
de Cortés". Revista IMAGINACIÓN (San Pedro Sula), Año
I, N?. 4. Set.-Dic. p. 16.
- Barahona, Marvin. 1991. EVOLUCIÓN HISTÓRICA DE LA IDENTIDAD
NACIONAL. Tegucigalpa, Guaymuras.
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INAC. 170 pp. Unas pocas de las castas o pueblos africanos descritos por el
autor de esta valiosa obra son: "Vai, Mina, Carabalíes, Congo,
Mozambique, Mandinga, Chalá, Lucumíes, Arará, Biafra,
Cancan, Popo, Angola, Mondongo, Cuango, Balunta, Jolofo, Cremoní, Casanga,
Bañon, Fula, Gana, Bula, Capi, Terranova, Gago, Soso."
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