Sami Naïr*

Inmigración e identidad

Notas

Durante un debate organizado recientemente en Zaragoza alrededor del tema Inmigración e identidad cultural, Felipe González, con el talento que le caracteriza, planteó la cuestión de la relación entre la identidad de la sociedad de acogida y la de los extranjeros e inmigrantes.

La lección que personalmente he sacado de los conflictos, luchas y debates sobre la inmigración que hemos mantenido en Francia en los últimos 20 años es que hay que evitar politizar la inmigración y al mismo tiempo convertirla en una cuestión de identidad. Politizar la inmigración equivale siempre a transformarla en mercancía electoral, en motivo de rivalidad entre partidos en su lucha por conquistar el poder. Pero la experiencia demuestra que esto beneficia ante todo a los movimientos más demagógicos, sobre todo si los inmigrantes carecen de derechos. Por otro lado, dotar de una identidad a la inmigración equivale a reforzar el prejuicio según el cual tanto la sociedad de acogida como los inmigrantes son conjuntos cerrados que se diferencian punto por punto. Quiero insistir en este último aspecto.

Desde una perspectiva histórica, la cuestión de la inmigración nunca se plantea en términos de identidad, pese a que la sociedad de acogida y los inmigrantes la vivan como una cuestión de identidad. Toda la historia de los flujos migratorios, tanto en Europa como en Estados Unidos, demuestra que las situaciones migratorias desembocan siempre en una identidad común en torno a unos valores compartidos. Y esto es cierto tanto para las naciones surgidas de inmigraciones continuas (Estados Unidos, Francia) como para aquellas cuya formación étnica es más homogénea (Alemania, Suecia). En realidad, la vocación de toda inmigración es fusionarse progresivamente en el tejido sociocultural de la sociedad de acogida. Esta dinámica puede verse contrariada por la ausencia de una política de integración, por la territorialización o por la exclusión étnica, pero siempre acaba realizándose. La inmigración no es un bloque homogéneo, sólo existe superficialmente como colectividad. Por lo general, son las leyes del país de acogida las que la obligan a estructurarse en 'minoría' o en 'comunidad'. En su realidad existencial, la inmigración es un fenómeno individual. El inmigrante siempre busca su integración en el proceso de movilidad social del país de acogida. Esto no significa que olvide su origen o su condición, sino que el hecho de emigrar sólo tiene sentido para él si le permite cambiar de posición social (por otro lado, esto es lo que explica que el inmigrante, una vez integrado, se vuelva tan intolerante hacia los extranjeros e inmigrantes que llegan posteriormente). En cambio, los inmigrantes reaccionan como 'grupo provisional' cuando son marginados por la posición social, la lengua, las costumbres y, finalmente, el derecho. Dicho de otro modo, la condición de inmigrante siempre es transitoria: lejos de ser una situación propia de una 'minoría', encarna en realidad una posición ambigua de identidad que juega permanentemente con el pasado, el presente y un futuro anhelado. Oponer a esta transición de identidad la identidad masiva de la sociedad de acogida puede tener consecuencias negativas. Porque supone que la sociedad receptora se define en principio como comunidad orgánica cerrada, en la cual los individuos están subordinados a la unidad de la identidad común. Supone olvidar que la sociedad moderna no es una comunidad en el sentido medieval y tribal, sino un conjunto funcional en el que los individuos son sujetos que pueden diferir totalmente aunque las normas sean muy constrictivas. Además, el propio concepto de identidad no está muy claro: supone, incluso cuando tiene la connotación de tolerancia y apertura, una ahistoricidad, una atemporalidad y una sustancialidad genéricas. Es fundamentalmente una 'esencia', un 'noúmeno' en el sentido en que, como decía Kant, es imposible conocerlo.

En realidad, la identidad tanto de la sociedad como del individuo es un proceso de cambio permanente. Y esta metamorfosis incesante engendra, como reacción, las más violentas obcecaciones en lo que respecta a la identidad. En Occidente, el racismo siempre ha actuado a partir de un discurso sobre la identidad y la especificidad. Preconiza una construcción mental abstracta, simbólica e imaginaria que en ocasiones puede engendrar, bajo el pretexto de una diferencia irreducible, una actitud delirante respecto al Otro.

Por último, ¿quién no ve que la ideología 'identitaria' que hoy prevalece en Europa -habitual en EE UU-, esta ideología del 'origen', de la 'pertenencia', tiene como función proporcionar un complemento espiritual a unas clases (sobre todo las clases medias) que han perdido toda idea de futuro y servir de demarcación social, cultural y política frente a los nuevos pobres en las sociedades ricas? La España moderna no escapa a esta situación. La desaparición de los grandes relatos de emancipación basados en la solidaridad social ha abierto el camino a todas las objetivaciones fantasmales que perciben al inmigrante en busca de trabajo ante todo por su carácter de extranjero, su 'diferencia', su 'alteridad'. Es lo que Jürgen Habermas llama el 'chovinismo de la prosperidad'. Y esto conduce inevitablemente a la diferenciación 'desigualitaria', ya que el lugar ocupado por el extranjero o por el inmigrante siempre es inferior. La segregación espacial y cultural resultante es la señal más tangible de esta inferioridad. Sin embargo, es esta situación la que, paradójicamente, hace que los inmigrantes nunca puedan ser una 'amenaza' para la identidad de la sociedad. No existe un ejemplo en Europa desde el siglo XIX en el que una sociedad haya sido modificada por los flujos migratorios. Al contrario, es la sociedad receptora la que, mediante el prejuicio de la infravaloración del extranjero, termina por disgregar su identidad de origen y provoca en él una inevitable asimilación.

Lo peligroso es que las cuestiones de identidad se articulan en torno a los prejuicios y la conciencia espontánea. A menudo ocultan un racismo hipócrita, como el de la 'proximidad cultural', aparentemente inofensivo. No digo que el tema de la identidad sea secundario para la sociedad; digo que corresponde a otro registro, a otra causalidad que la planteada por la presencia de trabajadores extranjeros. La cuestión de la inmigración es ante todo una cuestión de derechos y deberes que de ningún modo prejuzga el devenir de la identidad de la sociedad. El inmigrante puede elegir entre asimilarse o conservar su especificidad, siempre que ésta respete los derechos y deberes. En cambio, el único espacio en el que la identidad debe estar fundamentada en derecho es el espacio político. El Estado tiene el deber de recordar que los preceptos jurídicos, al igual que los derechos, obedecen a la existencia de valores políticos comunes, superiores a la diversidad de cada uno en el ámbito privado. En efecto, el punto de vista del Estado democrático es que la identidad no se define en función de la cultura propia, de la etnia, de la confesión, sino en relación con lo que los antiguos griegos llamaban 'la humanidad política' del hombre, su ciudadanía como ser -para- el prójimo. Esta situación obliga al Estado a transmitir su lengua, sus códigos y sus normas al ciudadano; de este modo, pone a su disposición los vehículos indispensables para la integración y favorece el acceso al 'Nosotros' común. Por tanto, lo que conforma el vínculo de identidad es, más allá de la diversidad de los humanos, el sistema de derechos y deberes que nos vuelve iguales en el espacio público respetando la singularidad en el espacio privado. Hay que distinguir entre inmigración y pertenencia cultural, hay que liberarla de los sobrios y nefastos prejuicios del 'origen'. Es la mejor forma de pararle los pies al estallido incontrolable de la violencia racista.

En: El País. Madrid, 12 de marzo de 2001


Notas

vuelve * Eurodiputado y profesor invitado de la Universidad Carlos III de Madrid.


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