Mikel Azurmendi*
Inmigrar para vivir en democracia1
Notas
Desde mi experiencia en el Poniente almeriense he advertido
que el inmigrante porta consigo dos handicaps cuando llega a esta tierra de
agricultura intensiva. Primeramente, no viene de una cultura de trabajo, al
menos no de la en exceso habitual entre sus patronos agricultores, también
inmigrados en otra época a esta tierra
Desde La Alpujarra, sin nada más que su fuerza y su ánimo. Y,
además, llega el inmigrante en un momento en que él, por mucho
que trate de hacerse de esa cultura de trabajo, jamás logrará
lo que logró el agricultor, hacerse con un lote de tierra. Y esta imposibilidad
suya de salir para adelante como salió su patrón complica la relación
entre ambos, porque al recién llegado se le exige ser uno más
del campo, uno de los que trabajen como el patrón, pero sin poder estar
nunca incentivado por la misma motivación que empujó al patrón.
Motivación que le empujaba a trabajar aquí de sol a sol, a él
con su consorte, a meterse luego en una enorme hipoteca y a seguir trabajando
con toda su prole hasta muy recientemente.
De manera que emerge una contradicción en el discurso del agricultor
cuando habla de los inmigrantes como gente que no quiere trabajar 'como ellos
han trabajado'. Esto ha incentivado un hechizo izquierdoso que está haciendo
mucho daño en las relaciones sociales de la comarca, al poner al orden
del día el absolutamente nocivo discurso del 'nuevo esclavismo' y de
los 'agricultores esclavistas'. Nocivo no sólo porque es intencionalmente
falso, fabricado para perjudicar al agricultor, sino porque logra que el inmigrante
atento a ese mensaje se lo crea realmente, incentivándose en él
mucha animosidad: muy mal resorte psicológico para su inserción
laboral y su integración social en la zona. Sobre este discurso escorado
del antisistema cobra fuerza la hipótesis, aparentemente de izquierdas,
de que es el racismo de los agricultores lo que motiva o expresa ese supuesto
comportamiento esclavista.
Un auténtico error suponerlo así, puesto que los móviles
y desarrollo de la explotación de mano de obra del agricultor son de
la misma naturaleza que los de cualquier empresario de España. El discurso
izquierdoso confunde, además, causa y efecto, sosteniendo a veces que
el racismo es causa y otras expresión o resultado, en la misma tónica
de ambigüedad explicativa de los universitarios que hablan del racismo
del agricultor como funcionalmente necesario. No diré nada del enorme
error de haber considerado que la identidad del agricultor de aquí se
la proporciona el inmigrante, un 'otro' de quien, por oposición, extraería
él sus valores y representaciones.
El gran hechizo con el que viene desde África y del que, para integrarse
un mínimo, debe desprenderse el inmigrante africano cuanto antes es el
de El Dorado o creencia en que pisar suelo español y sobrevenirle la
felicidad es algo cuasi automático. Es una representación imaginaria
que le hace sufrir doblemente, primero, porque no se verifica y, luego, porque
opta por hacer como que sigue siendo válida ante su gente de allá,
fingiendo que aquí le va muy bien la vida. Con ello se crea en él
un doble vínculo
psicológico de rechazo y de aceptación de las difíciles
condiciones de vida, así como de la gente española que encuentra:
sus ideales no se cumplen y, en lugar de culpabilizar a su imaginario, lo hace
a la sociedad de acogida. Y quien, venciendo por su parte este doble vínculo,
se vuelve realista, a resultas del traumatismo puede convertirse en un ser bastante
más dócil que responsable y menos autónomo de lo que debiera
ser. De ahí el denodado esfuerzo institucional que se precisa a niveles
locales y municipales para vehicular en el inmigrante una buena y muy personalizada
información acerca de los hábitos de nuestra cultura, así
como una generosa oferta para que se cumplan, un mínimo al menos, sus
expectativas. Algo que se halla precisamente en las antípodas del cómodo
discurso revolucionario que no le obliga a nada al siempre impecable promotor
de reivindicaciones inasumibles.
El inmigrante viene generalmente a estas tierras desde una sociedad no democrática,
donde ni las instituciones, familias y seres están vertebrados en torno
a la igualdad entre personas ni sustentados en el respeto de la autonomía
personal. Generalmente nos llegan hombres, mujeres y niños habituados
a ser súbditos de jerarcas
tribales o comunitarios, seres sometidos a otras personas mayores, de sexo masculino
y de ámbito estrictamente religioso. De ahí que nuestras prácticas
de dignidad personal deban constituirse con urgencia en el principal desactivador
del horizonte de sometimiento en que el inmigrante concibe su propia existencia
y hasta plantea su llegada misma a nuestro suelo. Una costumbre como lanzarse
al mar a la buena ventura, romper sus papeles, desaparecer como alguien sin
nombre ni apellido identificables no es, en efecto, ninguna disposición
correcta de uno sobre sí mismo. Someterse a mafias de transporte y manipulación
como el ganado que, una vez le abandonen a uno a su suerte, le habrán
de buscar de nuevo para extorsionarle a él y su familia, sólo
suele ser un corolario de redes de poder interfamiliar que jerarquizan con su
poder a miles de personas de valores tradicionales no aptos para su convertibilidad
ciudadana.
Verse sometido al poder de su propia familia ampliada, que le financió
el viaje de venida a España, pero exige sin titubeo alguno que el recién
emigrado le envíe el coste del viaje más un peculio mensual fijo,
a expensas de que sacrifique incluso el sustento mínimo y realice un
excesivo y sostenido ahorro, es un chantaje indigno por parte de la jerarquía
del clan y le coloca en una mala posición para exigir derecho alguno.
Venir aquí a prostituirse y esperar que algún almeriense la rescate
con amor y dinero de la red mafiosa de señores del hampa ucraniano, lituano,
ruso o nigeriano no es una buena rampa de lanzamiento personal hacia la ciudadanía
democrática. Ni tampoco quedar ensimismada a veces en el cierre doméstico
que el marido, trabajador de invernadero, le ha preparado bajo el digno apelativo
de reagrupamiento familiar. Es, además, una enorme contradicción
supeditar las decisiones personales a los valores de la tradición expresados
por el mulá, el marido o el patriarca familiar, pero, en cambio, no perder
ocasión para llamar racista a cualquier español por el más
fútil motivo, como puede ser no ofrecerle un cigarrillo. El racismo se
da, por antonomasia, en una sociedad democrática y de derecho porque
en una sociedad sin valores democráticos ni tolerancia y pluralismo no
existe racismo ni tampoco antirracismo porque ambos son posiciones ideológicas
que se construyen desde la perspectiva de la igualdad jurídica y política
entre las personas consideradas ciudadanos. Racismo es la creencia en la desigualdad
biológica como origen de las diferencias culturales para exigir una supeditación
de unos individuos inferiores a otros superiores. Y entonces se fabrica la limpieza
étnica o hasta el horno crematorio.
Racismo es un discurso que emerge esencialmente en el seno de la ideología
igualitaria para hacer aceptables prácticas previas de segregación
y dominio mediante razones pseudocientíficas que falsean el imaginario
de igualdad. Es bastante normal que en África exista al menos tanta xenofobia
como aquí, pero allí hasta llega a ser una virtud en defensa de
importantes valores tribales de identidad.
Aquí, en cambio, la xenofobia es un vicio por expresar actitudes de exclusión
de personas que son tus iguales; por eso la xenofobia ante el gitano es hoy
de naturaleza absolutamente diferente de la que existió aquí en
épocas predemocráticas. El desprecio del musulmán al europeo
por ser impío e infiel es, de entrada, mera fobia religiosa y xenofobia
cultural, sin comportar per se implicaciones racistas.
El desprecio europeo actual al musulmán sí puede llevar a veces
connotaciones racistas, pero no necesariamente. De manera que el racismo únicamente
es algo condenable desde las posiciones democráticas e igualitarias,
no desde las que defienden que hay súbditos y categorías de personas.
El musulmán, por ejemplo, está bien situado para hacer una condena
del racismo solamente si defiende una cultura laicizada y de valores democráticos.
Pues bien, el máximo baluarte democrático que debe ofrecer nuestra
sociedad a todos los inmigrantes es la dignidad personal o el tratarse uno a
sí mismo como ser autónomo y de valor absoluto, tanto como es
el vecino; un baluarte para no ser explotados en el trabajo ni sometidos por
nadie en las relaciones de la convivencia diaria.
Cumplir la ley es un requisito mínimo para ello, pero, además,
al no subvertir las normas de convivencia, usos y costumbres, el ciudadano inmigrante
encuentra en la ley el espacio de libertad que precisa su autonomía:
ahí puede ubicar su vida según su propio proyecto, económico,
afectivo, religioso, ético o estético. Por eso la ley es aquí
nítidamente diferente a la ley de la sociedad tradicional, porque aquí
le garantiza al inmigrante el espacio de actos positivos de su propia construcción
personal en libertad. A esta costumbre práctica, bastante sólida
en nuestra sociedad, se le llama también cultura de los derechos humanos
y constituye la base para negar la discriminación y, en consecuencia,
para que no surja el racismo.
Luchar, pues, contra el racismo no es un asunto eminentemente ideológico,
sino de fomento de prácticas ciudadanas de autonomía personal
y de lucha contra la marginación, el gueto y la explotación.
Así como la cebolla, siempre tendrá capas insospechadas nuestro
etnocentrismo de mirar extasiados al ombligo de nuestros juicios y prejuicios
sociales, pero el único modo de ir quitándole capas es incluir
al otro, haciéndole sitio cada vez más adentro de nuestra propia
cultura. Ésa que posibilita que cada cual decida en entera libertad en
sus ámbitos privados. Es decir, se construya él con autonomía
personal, como mujer o como hombre, pero también como joven o como niño,
educados en ser iguales por la aceptación mutua como gente diferente
que tiene el mismo comportamiento cívico público.
Notas
vuelve * Profesor y escritor,
es presidente del Foro de la Inmigración.
vuelve 1. El Pais -
Edición Impresa - Opinión - Martes, 22 de enero de 2002.
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