Leonel Delgado Aburto

 

La Carta: esquirlas del yo tras la guerra fría

Con una exigua segunda edición de 500 ejemplares, apareció en octubre de 1999, la novela La Carta de María Lourdes Pallais (Lima, Perú, 1953). Esta segunda edición (Fondo Editorial CIRA) es, al parecer, la primera que tiene cierta circulación en librerías managüenses (la primera edición fue por la UNAM, México, 1996). En todo caso la novela, que es una de las más interesantes dentro de la temática postrevolucionaria, o de la postguerra fría, publicadas por un autor o autora nicaragüense, no parece haber tenido una recepción sobresaliente en nuestros medios literarios.

La Carta cuenta las actividades de una nicaragüense (Claudia o Claudette) que vive en los Estados Unidos antes del final de la guerra fría. Culta y de cierta alcurnia social, presenta una personalidad independiente, y a la vez singular, dados sus intereses intelectuales (sobre todo literarios). Vinculada al sistema de inteligencia de una organización revolucionaria (por medio del camarada Antonio), es contactada también por el sistema de inteligencia de los Estados Unidos, y encontrada culpable de espionaje. Permanece dos años en prisión hasta que su caso pierde todo sentido, dado el final de la guerra fría, por lo que es puesta en libertad.

La novela se concibe como una carta explicativa, dirigida a Antonio, cuyo desarrollo se ve constantemente acechado por interrupciones, introspecciones, recuerdos, sueños, vacíos y silencios. La autora implícita presenta a posteriori el documento como "un interesante testimonio de una mujer que se enamoró de la lealtad a un hombre que nunca conoció" (pág. 159). Esto hace explícito el juego con el género testimonial; una desarticulación, en cierto sentido, por la "expatriación" del discurso, la ambigüedad manifiesta de los sujetos literarios y la fijación paralela en la subjetividad (poemas, referencias literarias, ante todo sueños).

El texto como frontera entre razón y sueño

La tesis postguerra fría (o más bien postutópica) de la novela es enunciada por la protagonista de la siguiente forma: "pensé, no sin humor, que los surrealistas de los años 20 tuvieron razón: habría que transformar al hombre antes de cambiar la sociedad, y no al revés." (pág. 38). Asimismo, la estancia en una casa junto al mar durante la primera misión y entrenamiento de la protagonista (ver capítulo "El primer viaje", pág. 85 y sigs.) despierta en ella referencias intertextuales muy bien llevadas con Los Cantos de Maldoror (nueva vindicación de los surrealistas). Un capítulo anterior se titula "Los sueños" (pág. 75) y quiere insertar la subjetividad de la mujer (sueños, poesía) en instancias históricas e identificadoras: la liberación de los oprimidos, la vida de heroínas históricas (Rafaela Herrera, Juana de Arco).

La Carta trata de desestabilizar las fronteras que dividen lo racional (compromiso social, guerra fría) y lo irracional (sueños, deseos, ambigüedades, vacíos). La "verdad" de la protagonista es sólo una hipótesis no verificable ni completa. La situación froteriza del texto se sostiene también en la posición fronteriza de la narradora. Es decir, en tanto trata de identificarse con una nacionalidad (nicaragüense) de la que sólo se apropia por medio del camarada Antonio y la organización revolucionaria, y en un territorio extranjero. Así la "neurosis nacionalista" queda en el vacío. Por otra parte, su campo de acción, los servicios de inteligencia, con su estructura militar deshumanizada, le revela comportamientos y pautas muy similares en los dos bandos enfrentados, más allá de las distancias ideológicas.

Esa misma posición fronteriza, tanto de la historia como del texto, es utilizada para llenar de ambigüedad los discursos ideológicos. En la fenomenología del poder (o del micropoder) que intenta La carta, no quedan bien parados ni el nacionalismo ni el discurso emancipador de la izquierda. La relación de subordinación y obediencia con el camarada Antonio, no se disimula ni con romanticismo ni con erotismo ni con amor (como suele verse en las novelas de Gioconda Belli, por ejemplo). La implosión existencial parece provenir, en efecto, de la desnudez y frialdad con que se contemplan (en el recuerdo) estas relaciones (de poder). La protagonista se llama a sí misma Nadie, contraponiendo implícitamente la voluntad de victoria de Ulises ante el cíclope. Aquí cíclope y protagonista son una sola entidad.

Tampoco los discursos postutópicos son admitidos con demasiado entusiasmo en La carta. La relación lésbica con Manuela en la cárcel está teñida de violencia. Y su vinculación idealizada con su último novio, cuando Claudia ya está libre, se ve aislada por la ausencia de pasado, de historia. Este tipo de desmemoria, que ha entusiasmado no pocas veces a algunos postmodernos, resulta clave en la perspectiva del texto. Más bien la necesidad de raíces en el tiempo, de explicaciones identificatorias, la urgencia de redimir el pasado (recuérdese la probabilidad de que hablaba Eliot: todo pasado es irredimible), subyace en los empellones, trampas, destellos y estancamientos del texto. Estas necesidades articuladas desde la implosión existencial, alcanzan improbabilidad en la muerte de la protagonista.

Del liberalismo y el abismo

La implosión existencial de Claudia conoce dos estados básicos. La era utópica de identificación emancipadora y nacionalista (identificación no cumplida en su totalidad). Y la era liberal (o neoliberal) con su ambigüedad e inestabilidad en las identidades y el gozo (consumo) global desatado. En esta transición sobreviven sin embargo algunas verdades maquiavélicas (en sentido riguroso) establecidas y duras. Así en cierto momento la protagonista comprende las necesidades políticas, "que lo mezquino es a veces noble, que lo cruel es a veces débil y que lo mediocre puede ser grande." (pág. 108). Estas justificaciones coinciden en cierta medida con las declaraciones de Vargas Llosa sobre la pertinencia del liberalismo político. Aunque, en el caso de Claudia, haya dos salvedades: la novela demuestra que comprender la lógica política no garantiza un sometimiento automático de la subjetividad, sino en este caso su aniquilamiento; y, por otro lado, la historia de La Carta avista una imagen esperanzadora, pero distópica en el fondo, del futuro.

Habiendo olvidado su identificación nacionalista e izquierdista, y ya fuera de la cárcel, Claudia comparte un apartamento con una pareja lésbica ­ utopía sexual ­ y sale con un hombre que la acepta sin atender su pasado ­ aceptación pero borrado de historia. ¿Por qué no funciona esta nueva vida comunitaria, libre y hedónica? En la transición de las sociedades de Estados duros y asistenciales, a las de Estados blandos, egoístas, e identidades flotantes más que libres, la protagonista ha empeñado su subjetividad y sueños, es un ente que no funciona. No puede ser más lógica su muerte dentro del relato como señal de su implosión y mudez. (Se puede vincular esta muerte a la que acaece al protagonista de Un sol sobre Managua, novela de Erick Aguirre, símbolo esta vez del vacío y agotamiento generacional.)

Aunque sería casi una grosería querer establecer una dicotomía con las novelas de Gioconda Belli (que como toda dicotomía tendería a figurar un esquema simplista), en La carta se puede advertir la reescritura de ciertos tics de Belli. Se trata de una reescritura que duda y cuestiona la explosión erótica, la identificación nacionalista, la idealizada camaradería entre hombres y mujeres revolucionarios, e, incluso, la validez de los textos que triunfan en el mercado (con ironía la narradora dice que tal vez necesite de un editor "hampón" que le ayude a darle un giro "sexi" a su texto, para poder entrar al mercado editorial, pág. 62). Por supuesto todas estas diferencias son de fondo: ahí donde Belli pone celebración, Pallais pone abismo. La Carta es, en fin, un texto muy abierto al presente, a la historia reciente y a las ambigüedades cotidianas con las que convivimos en esta era postutópica. Un texto que merece muchos más lectores de los que pretende su reciente edición.


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