Alvaro Quesada Soto

Historia y narrativa en Costa Rica (1965-1999)

quecha75@hotmail.com


Resumen

Al finalizar el siglo XX ocurren cambios en las formas de imaginarse a sí mismo, tanto como persona individual y como nación. Los fenómenos relacionados a la "globalización" han replanteado, desde nuevas perspectivas, viejos problemas que en el caso costarricense, se acentuaron por los proyectos modernizadores. En el presente artículo, el escritor costarricense Alvaro Quesada, reflexiona sobre la nueva narrativa costarricense que surge en las últimas décadas del siglo XX, la cual revela una ruptura del tradicional equilibrio entre la cultura rural y urbana; su discurso, vinculado con posiciones posmodernas, plantea desde una posición distanciada y transgresora, la reivindicación de las culturas marginales y de la contracultura, así como la revisión crítica de los mitos y construcciones ideológicos y culturales sobre los cuales se construyó el nacionalismo y la cultura oficial costarricense en el siglo XX: la democracia, la excepcionalidad y el progreso.

 

La "Segunda República"

La década de 1960 marca el inicio de un renacer en la narrativa costarricense, relativamente estancada en los años 50 tras el florecimiento de los 40. Los narradores que comienzan a publicar en esta época pueden ser ubicados por su edad y formación ideológico-literaria en diversos grupos, aunque en su producción y en sus actividades literarias interactúan y coinciden cronológicamente como si formaran una misma promoción.

Un primer grupo cuyo período de formación coincide con los inicios del proyecto modernizador de la "Segunda República", que se inicia hacia 1950, estaría conformado por, entre otros, Alberto Cañas (1920), Julieta Pinto (1922), José León Sánchez (1929), Carmen Naranjo (1931), Rima de Vallbona (1931), Samuel Rovinski (1932), Virgilio Mora (1935). Un segundo grupo, cuyo período de formación coincide con las transformaciones ideológicas y culturales ligadas a  la Revolución Cubana y las revueltas estudiantiles y juveniles de los años 60 y 70, estaría conformado por los narradores Fernando Durán Ayanegui (1939), Quince Duncan (1940),  Alfonso Chase (1945), Gerardo César Hurtado (1949). A estos grupos cabría agregar el nombre de la escritora chilena Myriam Bustos (1933), quien reside y publica en Costa Rica desde 1976.

Tras la guerra civil de 1948 se inicia en Costa Rica un nuevo proyecto nacionalista y un nuevo período modernizador ?una "Segunda República", según sus ideólogos, debía sustituir a la obsoleta República Liberal?  siguiendo los parámetros del nuevo orden que se delineaba tras la II Guerra Mundial y el inicio de la "Guerra Fría".  En el ámbito interno, el período está dominado por la ideología socialdemócrata, encarnada en el Partido Liberación Nacional.

Durante este período se afianza una nueva versión de la historia costarricense, elaborada por Rodrigo Facio y Carlos Monge en las décadas de los treinta y cuarenta. Según esta versión el predominio de pequeños propietarios campesinos generó, a lo largo de la historia nacional, un sedimento de igualdad y democracia amenazadas por el surgimiento de la oligarquía cafetalera, el liberalismo y el libre mercado, que llevaban a la desigualdad, el latifundio o el control de las empresas y países poderosos sobre la economía nacional. El nuevo proyecto histórico que se desprendía de esta visión del pasado tendía al control de la oligarquía cafetalera y al desmantelamiento de la República liberal oligárquica, mediante la combinación de varios factores: la fundación de un partido ideológico con un nuevo proyecto modernizador; la organización de un Estado Nacional que orientara la marcha de la economía y regulara las relaciones sociales; la sustitución del monocultivo del café por una diversificación agrícola y el fomento de la industria[1].

La visión de la historia costarricense se hacía coincidir, en forma coherente, con las teorías keynesianas y el "new deal" entonces en boga, para promover el surgimiento de un "Estado benefactor" y un proyecto de "sustitución de importaciones" que permitiera, a juicio de sus ideólogos, armonizar la modernización capitalista con la justicia social. En el plano ideológico, dentro del contexto de la "guerra fría", la socialdemocracia costarricense, aliada de los Estados Unidos y del bloque capitalista internacional, mantuvo una posición ambigua, de precarias alianzas o enfrentamientos, con los grupos más conservadores ?ligados a la vieja oligarquía cafetalera y reunidos en agrupaciones como la ANFE o el periódico La Nación? y los grupos más radicales o revolucionarios, afines al comunismo o el socialismo. 

A partir de 1948 se abolió el ejército, se perfeccionaron los mecanismos electorales, se nacionalizó la banca y  se crearon o fortalecieron una serie de instituciones públicas encargadas de la expansión, a lo largo del territorio nacional, de la educación, la salud  y la cultura, de las carreteras y vías de comunicación, de los servicios eléctricos y telefónicos o del turismo; otra red de instituciones se encargaba de arbitrar las relaciones entre propietarios y trabajadores o productores y consumidores. Las nuevas oportunidades educativas y sociales fortalecieron el crecimiento de una clase media y de una sociedad más democrática, menos estratificada, con mayores opciones de ascenso y movilidad social.

La promoción estatal en el ámbito de la educación y la cultura[2], así como el papel de la recién fundada Universidad de Costa Rica, fueron fundamentales para  el auge de la literatura y el teatro en estas décadas. Bajo el patrocinio de la Universidad de Costa Rica se fundó en 1952 un Teatro Universitario, se escribieron las primeras tesis y estudios académicos sobre literatura nacional,  y se escribió la célebre Historia y antología de la literatura costarricense (1957-1961) ?primera versión ordenada y sistemática de la historia literaria nacional? de Abelardo Bonilla. Hacia esta época los autores costarricenses se incluyen por primera vez en los programas escolares de literatura. En 1959 se funda la Editorial Costa Rica, ente estatal que jugó un papel inapreciable en el rescate y difusión de obras del pasado, agotadas o casi inaccesibles, y en la promoción de nuevos autores: por primera vez la literatura costarricense estaba al alcance de todos los lectores, y los autores podían publicar sus textos sin tener que sufragar ellos mismos la edición. En 1970 se fundó el Ministerio de Cultura que ejerció un papel importante en la subvención y promoción del arte, el teatro y la literatura. Poco después se fundan la Universidad Nacional,  la Universidad Estatal a Distancia y el Instituto Tecnológico de Costa Rica.

Sin embargo, tras esta fachada de modernización democrática, crecimiento y progreso, se experimentaban también nuevas formas de dominio, corrupción, y enajenación.

El crecimiento del Estado bajo el nuevo proyecto nacionalista y modernizador llevaba al endeudamiento y  la dependencia de los gobiernos extranjeros, organismos y empresas transnacionales, que financiaban o controlaban el proceso. El crecimiento del Estado llevaba a la consolidación de un aparato burocrático que se tornaba cada vez más omnímodo, autárquico e incontrolable. En evidente contraste con lo predicado por Facio y los ideólogos de la "Segunda República", el proyecto conducía a la sustitución de la vieja oligarquía cafetalera por una nueva oligarquía de políticos empresarios, burócratas y gerentes, ligados al nuevo proyecto modernizador; el dominio ejercido por el aparato burocrático y el Partido Liberación Nacional llevaba a nuevas formas de "argollismo" o clientelismo, y la incipiente "industrialización" más que a "sustituir importaciones" llevaba a nuevas formas de endeudamiento y dependencia.

En el ámbito cultural la modernización, que generaba nuevas opciones sociales, culturales y educativas, se percibía también como generadora de descomposición  social, enajenación, pérdida de valores e identidad. Por un lado, con las migraciones provocadas por el agotamiento de la frontera agrícola y el nuevo proyecto modernizador, se rompió definitivamente el tradicional equilibrio entre las culturas rural y urbana A partir de 1950 se inicia un crecimiento canceroso, desordenado y caótico, de San José y el área metropolitana, debido tanto a la inmigración incontrolable como a una "modernización" equívoca, que destruyó el patrimonio arquitectónico, desfiguró el perfil de la ciudad y desparramó a los pobladores en barrios residenciales, urbanizaciones y tugurios, que proliferaron en forma caótica, descontrolada y aleatoria por los antiguos potreros y cafetales aledaños.

La educación rural y el alfabetismo que se masificaron a partir de 1950, al mismo tiempo que generaron nuevas opciones educativas para grupos sociales marginados, también fueron borrando poco a poco los últimos vestigios de las viejas culturas ligadas a la tradición oral y campesina, y alteraron radicalmente el perfil tradicional del "concho" o el "labriego sencillo", representación típica de la identidad nacional en la literatura costumbrista, el Himno Nacional y la memoria colectiva del costarricense. A este proceso coadyuvó la creciente urbanización y  la penetración ?junto con las carreteras y la electricidad?  de las nuevas culturas de masas o los nuevos patrones de consumo, ligados a la influencia dominante de la cultura estadounidense ?que en estos años sustituye definitivamente a Europa como  metrópolis cultural? y de  medios de comunicación como el radio,  el cine y ?a partir de l960? la televisión.

Nuevos patrones culturales, asociados a las nuevas culturas de masas y a las clases medias y populares urbanas ?cuyo estereotipo negativo sería  la figura del "pachuco"?  se difunden y ganan espacio en la ciudad, ante el desconcierto, la curiosidad o el disgusto de las viejas elites o los intelectuales, quienes veían modificarse vertiginosamente o desaparecer los rasgos físicos y culturales que habían caracterizado la fisonomía tradicional del país desde fines del siglo pasado. En las décadas de 1960 y 1970 las transformaciones ideológicas y culturales se agudizan con el auge, tras el triunfo de la Revolución Cubana, de las ideas "tercermundistas", anticolonialistas y antimperialistas, por una parte; y el impacto, por otra parte, hacia 1970, de las nuevas culturas "pop" o "contraculturas", los "hippies" y los "beatniks", las rebeliones estudiantiles y juveniles, con su radicalismo irreverente y su rechazo a la educación, la moral y el orden social tradicionales. 

 

La promoción de 1960

Gran parte de la producción narrativa de Alberto Cañas[3] (de Una casa en el Barrio del Carmen, 1965, a  Feliz año, Chávez Chávez, 1975, y Los molinos de Dios, 1992) y Julieta Pinto[4] (Los marginados, 1970; El eco de los pasos, 1979; Tierra de espejismos, 1991)  retoma la vertiente realista de denuncia o indagación social que había emprendido la "generación del 40", aunque poniendo énfasis en el análisis de las nuevas transformaciones en los grupos dirigentes y clases medias, en la vida urbana y el campo, que nacían con el nuevo proyecto modernizador; y con una posición ideológica más cercana a la socialdemocracia que al comunismo (mayoritariamente asumido por los novelistas de la "generación del 40"). Es frecuente en algunos de esos textos la reflexión sobre el desarrollo histórico del país, mediante la introducción de personajes y situaciones que ponen en evidencia el contraste entre los ideales patrióticos, las prédicas  de justicia y reforma social que guiaron las luchas del 48 y el nuevo orden que se había venido construyendo, caracterizado por la insensibilidad burocrática, el argollismo, la enajenación y el oportunismo. A esta misma temática se acercan algunas novelas de otros autores más jóvenes como Duncan (Final de calle, 1979) y Hurtado[5] (Los vencidos, 1977).

Más cercano por su temática y su posición ideológica a la novela del 40, el relato testimonial autobiográfico de Luisa González, A ras del suelo (1970), narra el ascenso socio-cultural -mediante su ingreso a la Escuela Normal- y la concienciación política -mediante su ingreso al Partido Comunista- de una mujer de origen proletario en el San José del primer tercio del siglo XX. Las novelas de José L. Sánchez retoman también de la novela del 40, la preocupación por testimoniar -desde el punto de vista de personajes marginales- ámbitos periféricos de la historia o la vida social: el presidio de San Lucas en La isla de los hombres solos (1963), los enclaves mineros de Abangares en La colina del buey (1972).

Un fenómeno nuevo en la literatura costarricense de este período es la aparición de los primeros escritores afrocaribeños como Duncan o la poetisa Eulalia Bernard. En relatos y novelas de Duncan[6] como Hombres curtidos (1973), Los cuatro espejos (1975), La paz del pueblo (1979), Kimbo (1989), la historia, la vida y la cultura afrocaribeñas o los problemas raciales, se enuncian por primera vez en la literatura costarricense desde el punto de vista de un escritor negro[7].

Las transformaciones en la vida, los sujetos, discursos y culturas urbanas, la mentalidad burocrática, las nuevas variantes del poder, la enajenación y la incomunicación se exploran, recurriendo a complejas combinaciones discursivas o técnicas novedosas y experimentales, en Ceremonia de casta (1976) de Rovinski[8] y, sobre todo, en la amplia, innovadora y rica producción narrativa de Carmen Naranjo[9], donde sobresalen las novelas Los perros no ladraron (1966), Camino al mediodía (1968), Memorias de un hombre palabra (1968), Responso por el niño Juan Manuel (1971), Diario de una multitud (1974), amén de numerosos cuentarios. La imagen de la ciudad que ofrecen los textos de Naranjo es la de un mundo gris y hostil, impersonal o anónimo; la mediocridad y la trivialidad, la ausencia de personalidad y autoestima, la incomunicación y el aislamiento, o un malestar y un miedo indefinibles, corroen la subjetividad de los habitantes. Los personajes, en el sentido tradicional del término, son frecuentemente sustituidos por voces errantes, sin cuerpo y sin alma, que deambulan por un mundo urbano sin centro, sin orden, ni coherencia, ni sentido. Las novelas de Virgilio Mora[10], con procedimientos narrativos innovadores y una agresividad verbal inusitada en la literatura costarricense, exploran también fenómenos de marginación urbana, ligados a la locura, el sadomasoquismo, la represión social, síquica y sexual, en varios relatos y novelas que se inician con Cachaza (1977).

La incorporación de áreas de la vida social censuradas en el discurso literario tradicional (el ámbito de la vida sexual, lo escatológico e indecente, el mundo de la prostitución o el alcoholismo, lo que por decencia no se dice ni escribe públicamente) o la apropiación de  los nuevos discursos urbanos del "pachuco" o el lumpen marginal, comienza a aparecer en textos de Mora (Cachaza, La película, La loca Prado, Los problemas del gato, los cuentos reunidos en La distancia del último adiós), en algunos cuentos de Chase incluidos en Mirar con inocencia (1975) y Ella usaba bikini (1991), o en la serie de relatos testimoniales, de escasa pretensión literaria pero de gran difusión en  la década de 1970, de Alfredo Oreamuno, Sinatra.

En concordancia con el nuevo papel que la mujer comienza a jugar en la sociedad a partir de 1949, al ser incorporada como ciudadana plena con derecho a voto, aumenta sustancialmente la  presencia femenina en la literatura costarricense contemporánea. Las figuras femeninas, excepcionales en la literatura de los dos primeros tercios del siglo, ingresan masivamente a la literatura en el último tercio. Una parte de la producción narrativa de estas décadas  se preocupa por explorar los temas de la vida familiar, la discriminación sexista o las relaciones de género, desde la óptica  de la mujer y la percepción femenina, en varias novelas y relatos de Pinto (Si se oyera el silencio, 1967; La estación que sigue al verano, 1969), Vallbona[11] (Noche en vela, 1968), Naranjo (Sobrepunto, 1985) y en numerosos relatos de Bustos[12].

Entre el grupo de autores más jóvenes que se forman bajo el influjo de las revueltas juveniles y estudiantiles, en las novelas (Los juegos furtivos, 1968, Las puertas de la noche, 1974) y algunos cuentos de Chase, en las novelas de Hurtado[13] (Irazú, 1972, Los parques, Así en la vida como en la muerte, 1975; Libro brujo, 1998), o en la novela El pasado es un extraño país (1993) de Daniel Gallegos, es frecuente el tema del joven o el adolescente en búsqueda problemática de su identidad en un mundo cuyas normas y valores se perciben como extraños u hostiles a la subjetividad de los protagonistas. Predomina en estas novelas  la temática -por otra parte frecuente en toda la literatura de la época- de la soledad, el desarraigo, la incomunicación, el rechazo al orden social o los valores de los padres y ancestros, de los que se sienten exiliados o ajenos los jóvenes protagonistas.

Otra línea narrativa de esta época, que desarrolla una temática poco frecuentada por la literatura costarricense anterior, es la literatura fantástica o la literatura de intención lúdica, que juega -mediante recursos como el desdoblamiento, la intertextualidad, la ironía, la sátira o la parodia- con las convenciones que determinan los límites entre la realidad y la ficción, entre diversos géneros y discursos, entre uno y los otros, el tiempo y el espacio, lo serio o trascendental y lo cómico o intrascendente, en numerosos relatos de Durán[14], Bustos, algunos textos de Chase, El despertar de Lázaro (1994) de Pinto, las últimas novelas de Mora como Mano a mano, o la novela póstuma de Mario Picado, Lino XIX .

En toda la narrativa de esta época se tornan más complejas y problemáticas las relaciones entre subjetividad y orden social, una característica que se había venido agudizando a lo largo de la historia literaria costarricense. Las relaciones de dominación o enajenación, se manifiestan cada vez más difíciles de determinar y representar pues pasan, de identificarse con figuras o instituciones fácilmente ubicables en el mundo objetivo -como el Estado, el mercado, el latifundio, las bananeras-, a identificarse con estructuras más difíciles de percibir conscientemente, pero igualmente represivas y omnímodas como el patriarcalismo, la burocracia o los sistemas de control ideológico que tienden a trasladar los conflictos desde la realidad objetiva a la subjetividad misma del personaje (Rojas y Ovares, 1995 y 1998). La relación más compleja entre subjetividad y orden social torna también más compleja la representación de la realidad mediante la escritura: los límites tienden a disolverse en abigarrados juegos discursivos donde es difícil reconocer las fronteras entre lo "propio" y lo "ajeno", lo subjetivo y lo objetivo, lo real y lo imaginario.

La mayor parte de estos autores, cuyos textos coinciden con la difusión del llamado "boom" de la nueva narrativa latinoamericana, o la nueva crítica estructuralista, se caracterizan por la búsqueda de procedimientos innovadores o experimentales de escritura. Es característico de esta promoción, los cortes y montajes espacio-temporales que transmiten la imagen de una realidad fragmentada, múltiple o heterogénea, imposible de aprehender como una unidad o totalidad organizada  y coherente. A esto mismo coadyuva la experimentación con los discursos que traducen la expresión "en bruto" (no pulida o codificada) de la vivencia subjetiva, ya sea mediante el monólogo interior o la asociación más o menos libre de recuerdos, ocurrencias, palabras, sensaciones e imágenes.

 

Globalización y postmodernidad

La década de 1980 marca el ingreso de una nueva promoción de narradores donde figuran, entre otros, Linda Berrón (1951), Ana Cristina Rossi (1952), Hugo Rivas (1954-1992), Rodolfo Arias (1956), José Ricardo Chaves (1958), Dorelia Barahona (1959), Carlos Cortés (1962), Rodrigo Soto (1962), Fernando Contreras (1963). A esa lista se pueden agregar dos autores que por sus fechas de nacimiento deberían ser ubicados dentro de la promoción anterior, pero que por las fechas de publicación y las características de sus textos se acercan a esta última: Tatiana Lobo (1939) y Rafael Angel Herra (1943).

Las últimas décadas del siglo XX gestaron en Costa Rica, como en todo el planeta, cambios radicales  y vertiginosos en todos los ámbitos; cambios que revolucionaron las formas consabidas de imaginarse a sí mismo, como sujeto o como ciudadano, y  de situarse en la sociedad o el mundo.

En el ámbito político centroamericano la década de 1980 llevó, en sus inicios, a un agudizamiento de los conflictos enmarcados en la "guerra fría" y al auge de procesos revolucionarios en Nicaragua, El Salvador y Guatemala; más tarde, al terminar la década, esos procesos se revierten hacia un paulatino decaer de las ideologías políticas revolucionarias, tras el derrumbe del llamado "socialismo real" en la Unión Soviética y los países de Europa Oriental, y tras las luchas internas, divisiones y fragmentaciones de los partidos comunistas o socialistas. Se anuncia entonces el fin de la "guerra fría" y, según algunos, el "fin de la historia", el "fin de las utopías". Según esas apreciaciones se iniciaba un proceso de "globalización" que diluía las fronteras nacionales y unificaba, bajo el signo ideológico del neoliberalismo, a un mundo organizado por el poder del capital transnacional como un único mercado global.

Ese proceso político coincidió con la crisis económica que estalló con fuerza hacia 1980. Los efectos de la crisis fueron especialmente fuertes y duraderos en toda América Latina y el llamado "Tercer Mundo". La imposibilidad para los países pobres de pagar, en las nuevas condiciones, la deuda externa contraída en la época de auge de las finanzas mundiales, fue utilizada por las metrópolis acreedoras para trasladar a los países deudores los efectos de la crisis y de paso -aprovechando el desconcierto político-  desarticular los movimientos "tercermundistas". Bajo la nueva ideología neoliberal dominante, se impuso una serie de "ajustes estructurales" que en gran medida condicionaban la sobrevivencia económica de los países pobres a ceder en sus pretensiones de soberanía nacional, y adoptar esquemas elaborados en las metrópolis e impuestos por organismos financieros internacionales. En términos generales, el proyecto globalizador constreñía a esos países, como única forma de sobrevivencia, a convertirse en terrenos abiertos a la especulación, el tráfago de capitales y el lavado de dinero;  en consumidores de productos importados, y en suplidores de mano de obra barata y sumisa para el mercado internacional, o sus intermediarios criollos, una nueva oligarquía "globalizada" de empresarios, políticos y tecnócratas. Entre las principales consecuencias del "ajuste" se señala el logro de una cierta estabilidad macroeconómica a un precio social muy alto: la marginación o el empobrecimiento de las grandes mayorías y el decaimiento en los servicios públicos, contrasta con el surgimiento de una nueva oligarquía, una poderosa y rica elite político-empresarial.

Más allá del ámbito de los discursos político y económico, el concepto de "globalización" se encuentra también asociado al vertiginoso desarrollo de la tecnología, la informática y la comunicación  en los decenios finales del siglo. Las nuevas tecnologías,  la informática o el impacto de las nuevas culturas de masas contribuyeron, junto con la globalización económica y política, a modificar los criterios establecidos de imaginar o simbolizar la realidad y a trastocar una de las formas tradicionales -ligada al Estado, la Nación o la cultura vernácula-  de construirse como sujeto, de procurarse una identidad y definirse en relación consigo mismo, la sociedad y el mundo.

Basados en las ingentes transformaciones del período, pensadores e ideólogos de diversas tendencias proclamaron el fin de una época histórica y el inicio de una nueva era: la Posmodernidad.

La Posmodernidad pondría en duda los presupuestos básicos de la Modernidad, que pasarían a ser simples "relatos"[15] o convenciones, aceptables no por su valor de "verdad", sino por su funcionalidad o efectividad pragmáticas para imponer el control de la ley, el orden y la razón, sobre el deseo, la heterogeneidad y el azar. Por otra parte, diversos planteamientos desde variadas disciplinas, habían venido poniendo en duda las divisiones convencionales entre lo real, lo imaginario y lo simbólico, entre lenguaje o representación y realidad, entre objetividad y subjetividad, al estudiar problemas complejos como las mediaciones del poder o el inconsciente en la construcción de la subjetividad y la alteridad, o la mediación de los lenguajes, signos e ideologías, las prácticas discursivas o culturales, en la forma cómo los sujetos construyen su propia imagen y la imagen del mundo en que viven, o sus patrones de comportamiento e interacción. Bajo el influjo de esas teorías y el decaimiento del marxismo o el socialismo ortodoxos, las reflexiones críticas o contestatarias en las humanidades se desplazan en este fin de siglo, del análisis de las estructuras sociales o las ideologías políticas, hacia el ámbito de las prácticas culturales y discursivas, la ecología, el sicoanálisis, los estudios de género y los derechos de las minorías culturales o sexuales. 

En el ámbito costarricense, en las dos últimas décadas del siglo XX, los fenómenos ligados a la "globalización" o la "posmodernidad" replantearon desde nuevas perspectivas viejos problemas, ya crónicos, asociados con los diversos proyectos "modernizadores" -el liberal o el socialdemócrata- que se procuraron implantar a lo largo del siglo: la enajenación, el aumento excesivo del aparato estatal y la burocracia, el endeudamiento, el crecimiento macrocéfalo y canceroso del área metropolitana, las migraciones internas y externas, la contaminación o destrucción del ambiente, la penetración inasimilable de una cultura de masas cada vez más omnipresente, el decaimiento de la solidaridad o el diálogo y el incremento, junto con la cultura de la competencia y del mercado, de un individualismo autárquico, la agresividad y la violencia.

La crisis de 1980 o, más tarde, los movimientos revolucionarios y las estrategias contrarrevolucionarias en Centroamérica, hicieron oscilar el país -en medio de una histeria protofascista- entre la paz o la guerra; entre la "neutralidad" y la soberanía, o la intervención económica y política y la ocupación militar solapada. Esos hechos, así como los fenómenos ligados a la "globalización", han generado, en las dos últimas décadas del siglo XX, una metamorfosis radical -cuyo resultado es aun incierto- de la Nación y del Estado costarricenses  que se habían venido construyendo a lo largo del último siglo, y han quebrado irreversiblemente la imagen que los costarricenses se habían forjado de su relación, como sujetos o ciudadanos, con su país o de su país con el mundo.  Por otra parte, los discursos ligados a las posiciones "posmodernas" permitieron también plantear, desde una posición distanciada, desencantada o transgresora, la reivindicación de las culturas marginales y contraculturas, la revisión crítica de los mitos y construcciones ideológicas o culturales que sirvieron de base a los estereotipos y comportamientos difundidos por el nacionalismo y la cultura oficiales a lo largo del siglo XX.

En estas décadas se inicia bajo el dominio del  neoliberalismo, aunque con ingentes resistencias desde otros ámbitos, un nuevo proyecto modernizador que en gran medida invierte los términos del proyecto propuesto por los ideólogos de la "Segunda República". En la nueva versión neoliberal de la historia costarricense, el papel de héroe recae sobre la empresa privada, a la que se asocian las nociones de libertad, riqueza, progreso y eficiencia; el papel de antihéroe pasa a ser desempeñado por el Estado benefactor, al que se le atribuyen las nociones opuestas: monopolio y corrupción, endeudamiento, demagogia, burocracia, ineficiencia. Un nuevo discurso oficial -difundido por el periódico La Nación, las cámaras de empresarios, políticos y economistas neoliberales, y una serie de instituciones (CINDE, INCAE, Academia de Centroamérica, etc.) fundadas y financiadas por la AID estadounidense- procura identificar los intereses "nacionales" con los intereses de la nueva oligarquía globalizada de empresarios y políticos formada al amparo del "ajuste estructural". En el nuevo discurso se exige como imperativo histórico necesario para superar la crisis, "modernizarse" y sobrevivir en el nuevo mundo global, "sacrificios" a los trabajadores e "incentivos" para los empresarios; mientras por otra parte  la venta del país -instituciones, patrimonio, tierras, trabajo- en el mercado internacional, pasa a confundirse con el "patriotismo". Los que se resisten a esas formas de globalización son definidos como "grupos de presión" o "antipatriotas" que  defienden  el "statu quo" (las instituciones públicas o las leyes sociales y laborales creadas bajo el Estado benefactor) y representan intereses locales o gremiales (los de organizaciones obreras y populares), opuestos a los intereses "nacionales" o "patrióticos", al "cambio", la "modernización" y el "progreso", postulados por la elite oligárquica.

La resistencia popular a los términos y consecuencias del "ajuste" es interpretada por la elite en el poder como un problema de "ingobernabilidad", lo que legitima la toma de decisiones inconsultas o arbitrarias, el engaño y el autoritarismo, disfrazados bajo lemas de "consenso" o "concertación". Los nexos y ramificaciones de la oligarquía entre las cúpulas de los dos partidos políticos oficiales (PUSC-PLN), o el control que ejercen los miembros de la elite sobre los principales medios de información y propaganda -de los que son dueños o socios- les garantiza prácticamente el monopolio del poder político e ideológico, sin que se alteren sin embargo las apariencias formales de una democracia electoral. A eso se agrega un uso creciente del doble discurso por parte de la elite política: lo que se dice o promete es un ocultamiento constante de lo que se hace y practica.

La tensión entre los esfuerzos de la elite neoliberal por implantar su proyecto modernizador y las resistencias de las mayorías oprimidas por el "ajuste", va generando una pugna cada vez más marcada y aguda en el interior del país: Costa Rica tiende a dividirse en dos mundos superpuestos, coexistentes pero radicalmente distintos. Un espacio "privado" -el que privilegia la imagen oficial de la Nación- que ofrece bienes y servicios de calidad a un alto precio, solo accesible a la elite, la clase media alta y el turismo extranjero; contrasta con un amplio espacio -semioculto en el discurso oficial- donde los salarios insuficientes, las condiciones de trabajo insatisfactorias, el deterioro o la eliminación de las instituciones y servicios públicos, un sistema impositivo que grava salarios y pensiones pero no grava las ganancias y fomenta la evasión y la corrupción, van delineando un mundo de excluidos o segregados, que ven decrecer su poder adquisitivo, sus esperanzas de mejoramiento y hasta sus posibilidades de sobrevivencia, mientras contemplan con estupor, con desesperación o con asco, la prosperidad, la corrupción y la impunidad de la elite. La visión crítica -que en ocasiones asume un humor corrosivo y una deconstrucción satírica o paródica de los estereotipos y discursos oficiales- y el desencanto[16], son la tónica dominante en la literatura de los autores que se inician a partir de 1980, característica que asumen también textos de autores de la promoción anterior que se publican en estos años.

 

La promoción de los 80

La crisis de 1980 y las vertiginosas transformaciones históricas y culturales reseñadas anteriormente, unidas al interés por la revisión de la historia que despertó la conmemoración del V centenario del "descubrimiento" de América, generaron en Costa Rica -al igual que en el resto de Hispanoamérica-  una extraordinaria proliferación de la novela y el drama históricos. Este interés convoca tanto a autores que se habían ya iniciado en los 60, como Cañas, Sánchez[17], Durán Ayanegui[18], Chase[19] o el dramaturgo Daniel Gallegos, como a debutantes. La nueva novela histórica costarricense -como su homóloga latinoamericana (Menton, 1993)- se preocupa por ofrecer una reinterpretación crítica de la historia oficial recurriendo a épocas y a procedimientos narrativos muy diversos, desde el realismo tradicional hasta recursos innovadores que combinan el dato histórico y el elemento fantástico; que introducen mitos, creencias y leyendas populares; que recogen la visión de las culturas indígenas, afrocaribeñas o marginales; que juegan -por medio de anacronismos, mezclas discursivas o reversiones paródicas-  con la desacralización de los mitos y discursos oficiales.

Los molinos de Dios (1992) de Cañas -la más tradicional de estas novelas- ofrece una saga épica de los cafetaleros desde una visión de la historia cercana a la de Facio y Monge. Tenochtitlan (1986) de Sánchez ofrece una narración de la conquista de México que recupera el punto de vista y la percepción de los aztecas; Campanas para llamar al viento (1987), del mismo autor, explora la colonización española de California. El pavo real y la mariposa (1996) de Chase desmitifica la visión idealizada y arcádica de la época liberal, recuperando las tensiones y enfrentamientos que cruzaban la vida doméstica, cultural y política del período. Las estirpes de Montánchez (1992) de Durán Ayanegui es un texto complejo que desarrolla dos historias paralelas, con personajes que se desdoblan y cambian de identidad, saltos espacio-temporales, anacronismos y una mistificación constante de fechas y datos históricos, para ofrecer la imagen de un país latinoamericano cuya historia está marcada por la enajenación, el enmascaramiento de las identidades y el hundimiento en una violencia autodestructora.

En El pasado es un extraño país (1993) de Gallegos, el proceso de formación de una conciencia en los marcos de una familia conflictiva, se asocia con la memoria histórica sobre la época de los Tinoco y con un proceso de desencanto y progresivo distanciamiento del protagonista hacia el desarrollo histórico y la modernización del país.

Descuella en el campo de la narrativa histórica la escritora Tatiana Lobo[20], quien sorprendió con una primera novela excepcional: Asalto al paraíso (1992). La novela, que tiene como fondo la sublevación indígena de Presbere en 1709, rompe con la visión idealizada y bucólica de la Colonia que proclamaba la historia oficial. Cartago y Talamanca, el Valle Central y el Caribe se convierten, mediante una innovadora utilización del tópico del viaje iniciático y la transgresión de fronteras,  en representación simbólica del encuentro entre diversas opciones culturales y vitales -el principio masculino y racional o el principio femenino y pulsional;  la razón occidental o la vivencia mítica aborigen- que dialogan en la conciencia del protagonista Pedro Albarán. Su segunda novela Calypso (1996) explora también los alcances del diálogo interétnico e intercultural, a través de varias generaciones de dos núcleos familiares -uno de un blanco, otro de un negro- en un pueblo costero del Caribe; personajes y pueblo se van formando y transformando en contacto con el ingreso de la "civilización" y los vertiginosos cambios históricos de la segunda mitad del siglo XX.

Gran parte de la producción narrativa de fin de siglo se construye como reacción crítica a los procesos de desintegración social, descomposición moral y corrupción generalizada que se dan en el país a partir de 1980. Diversos aspectos, como las estrategias revolucionarias o contrarrevolucionarias, la venta o la entrega del país, la corrupción y la hipocresía  políticas, el periodismo venal, el lavado de dinero y el narcotráfico, la marginación cultural y social, la destrucción ecológica, el contraste entre las apariencias que se muestran y la realidad que se oculta o se niega, son tratados desde diversas ópticas ideológicas y diversos procedimientos narrativos en una amplia gama de textos. Un grupo, más cercano al realismo social, al testimonio o la denuncia, está conformado por novelas como La luna de la hierba roja (1984) de Sánchez, Los sonidos de la aurora (1991) de Carlos Morales, La loca de Gandoca (1992) de Rossi, Retrato de mujer en terraza (1995) de Barahona.

Otro grupo recurre a procedimientos narrativos como la deformación carnavalesca, las inversiones o reversiones paródicas, las metamorfosis y desdoblamientos, el humor grotesco y el esperpento, para ofrecer la imagen de un mundo dislocado, en deterioro y descomposición, donde las fantasías o las apariencias -que remiten a las representaciones oficiales de un país excepcional o de un pasado venerable- se contraponen  a un  mundo anómalo y deforme, clandestino o marginal, regido por la exclusión, la represión y la violencia, el trastrueque de identidades y la enajenación.

Mundicia (1992), "farsa épica" de Soto -cuyo título remite a la asociación inmundicia/tiquicia- rebaja y revierte en forma paródica y grotesca los estereotipos oficiales que privilegian la "excepcionalidad" del país.   En ?nica mirando al mar (1993) de Contreras[21], el basurero de Río Azul se convierte en símbolo de un país que excluye como basura desechable objetos de consumo y seres humanos. La humanidad y solidaridad de los "buzos" que viven en el basurero, contrasta con la inhumanidad y destructividad del mundo que los margina: los sujetos "normales" que viven bajo las normas de la "civilización", la "modernidad" y el "progreso". En Los Peor (1995), segunda novela de Contreras, una antigua casa, convertida ahora en prostíbulo, esconde en sus cimientos las reliquias olvidadas y ocultas de la gesta heroica de 1856. El personaje central es un cíclope, producto de mutaciones debidas al uso de agroquímicos, y la imagen de la ciudad se construye mediante la superposición de tiempos históricos y culturales. El mundo moderno -un San José esperpéntico y contaminado, habitado por "chapulines"-  se mezcla con referencias mitológicas, clásicas, medievales o renacentistas y con la imagen -que solo los ciegos o locos ven- del mítico San José de la época liberal, anterior al proyecto modernizador de la "Segunda República". Cruz de olvido (1999) de Cortés[22], toma como protagonista un revolucionario desengañado y construye también la imagen de un San José grotesco y siniestro, donde las referencias que remiten a hechos, figuras y lugares familiares y fácilmente ubicables para el lector, solo aparecen en el texto como el residuo apenas reconocible de otro mundo, un mundo subterráneo desfigurado por el mal, la corrupción, el terror y la violencia.

Los comportamientos culturales y discursivos de la clase media y los estratos marginales se exploran en algunas novelas de Rodolfo Arias y Sergio Muñoz. El Emperador Tertuliano y la legión de los superlimpios (1992) de Arias juega hábilmente con un lenguaje narrativo que parodia el punto de vista y los discursos -cargados de muletillas verbales, eslóganes comerciales, dialectos populares y fórmulas burocráticas- de sus personajes, para ofrecer una visión entre humorística y patética de las aspiraciones y esperanzas, corroídas por el sistema burocrático, carcomidas por la crisis, las limitaciones y la pobreza de perspectivas, de los oficinistas  y empleados públicos. La exploración de los sueños consumistas y la enajenación de la clase media se continúa en la segunda novela del mismo autor, Vamos a Panamá (1997). Los dorados (1999), ópera prima de Sergio Muñoz, explora el mundo y el lenguaje de los excluidos y marginados, sus estrategias de autoafirmación y sobrevivencia, sus esfuerzos por afirmar la dignidad, el amor o la esperanza en un mundo dominado por la miseria, cuyas únicas perspectivas parecen ser la violencia, el crimen, la droga y la prostitución.

Recursos formales "posmodernos" semejantes a los de algunos textos mencionados con anterioridad, aunque aplicados a contenidos muy diversos, alejados de toda referencia a la realidad costarricense, utilizan los relatos y novelas de Herra[23], La guerra prodigiosa (1986), El genio de la botella (1990), Viaje al reino de los deseos (1992). Estos textos juegan profusamente con la intertextualidad y los anacronismos, las referencias a otros textos y discursos que van desde La Biblia y las mitologías clásicas a la literatura fantástica y la ciencia-ficción contemporáneas, para poner en evidencia el carácter convencional de toda representación de la realidad, incluyendo su propia escritura.

Un numeroso grupo de novelas de estos años desarrolla la temática, introducida en las décadas anteriores por Chase y Hurtado, del joven  en busca de su identidad o su integración conflictiva a un mundo social que en algunos de estos textos se va tornando cada vez más ominoso, ajeno y hostil, como en los relatos y novelas de Soto (Mitomanías, 1983; La estrategia de la araña, 1985; La torre abolida 1995; Dicen que los monos éramos felices, 1996) o Rivas (Esa orilla sin nadie, 1988). Predomina en estas novelas el tema de la incomunicación, la soledad y el aislamiento: los personajes deambulan en un mundo que no les ofrece asidero ni respuesta; toda relación se vuelve decepcionante, conflictiva y dolorosa, y los personajes desembocan con frecuencia en el suicidio o la muerte (Rojas y Ovares, 1998; Ovares, 1996).

En algunos textos de autores nacidos en la década de 1950 se hace alusión explícita a las luchas, discusiones y acontecimientos que marcaron las utopías juveniles de los 60 y 70, especialmente a las legendarias manifestaciones contra ALCOA en abril de 1970, o a las luchas revolucionarias en Nicaragua a finales de los 70 y principios de los 80. Estos relatos adquieren un formato testimonial donde se rememora -entre la nostalgia y el desencanto- el aprendizaje erótico, social y político de jóvenes cuyas rupturas y rebeldías emergentes se afirman con dificultad en medio de las costumbres y valores conservadores dominantes. El erotismo juega en muchos de estos relatos un papel central, relacionado casi siempre con los proyectos de emancipación y rebelión de los protagonistas contra el orden social establecido. Con frecuencia en estos textos las protagonistas son mujeres y su experiencia se convierte también en un estudio de las relaciones de género y una denuncia del patriarcalismo. A este grupo se adscriben obras como La huella de abril (1989) de Alicia Miranda, De qué manera te olvido (1990) de Barahona, Historias de un testigo interior (1990) de Rosibel Morera, Los ojos del antifaz (1999) de Adriano Corrales, Desconciertos en un jardín tropical (1999) de Magda Zavala. En muchas de estas novelas destaca el esfuerzo por incorporar en el texto los discursos y culturas (formas coloquiales, argots juveniles o populares, terminología académica y revolucionaria, la cultura popular y de masas) propios de la juventud universitaria y revolucionaria de los años 70 y principios de los 80. Las relaciones de género y la temática femenina se explora intensamente también en la obra narrativa -ya mencionada- de Lobo, de Berrón (La última seducción, El expediente, 1989, La cigarra autista, 1992) y de Rossi[24] (María la noche, 1985; La loca de Gandoca, 1992; Situaciones conyugales, 1993).

María la noche de Rossi recoje en una compleja novela muchas de las preocupaciones ideológicas y estéticas de esta promoción literaria. La novela, ubicada en Londres, alterna los monólogos de dos personajes contrapuestos: Antonio, académico español, representa el aspecto masculino, lógico y racional; Mariestela, ex-estudiante "tropical" costarricense, representa el aspecto femenino, vivencial y pulsional. En las relaciones entre los personajes se explora de manera novedosa el viejo problema -permanente a lo largo de la historia literaria costarricense- de la relación entre lo "propio" y lo "ajeno", lo nacional y lo cosmopolita. En el personaje de Mariestela, además, se contraponen dos ámbitos sociales y culturales: San José y el Valle Central, la Costa Rica oficial y "civilizada", se opone al Caribe, la parte oculta, vital y pulsional, de la misma forma que la familia y el orden social convencionales, se oponen a las experiencias de la juventud "hippie", transgresora y anticonvencional de los setenta. La ruptura con las represiones y tabúes sexuales, paralela a la ruptura con el discurso lógico y convencional, se corresponde en el texto con la búsqueda de un nuevo lenguaje, nuevas formas de explorar la realidad o de comunicarse consigo mismo, con la pareja y con el mundo. El discurso narrativo además varía desde la discusión casi ensayística de teorías económicas y epistemológicas, hasta la evocación casi lírica de experiencias y paisajes; al mismo tiempo, la narración mantiene al lector en una ambigüedad constante entre diversos planos de la realidad, el presente y el pasado, lo vivido y lo evocado, el sueño, la fantasía o la alucinación. Tanto en la novela de Rossi como en relatos y novelas  de Uriel Quesada y J.R. Chaves (Los susurros de Perseo, 1994; Paisaje con tumbas pintadas en rosa, 1998) se explora también uno de los temas que habían permanecido más censurados en la literatura costarricense: el de las relaciones homoeróticas, que en la última novela citada se enmarcan en el ambiente de temor, segregación e intolerancia provocado por la aparición del SIDA en los años 80.

La tónica general de la narrativa de las décadas finales del siglo XX es la de una desilusión crítica con respecto a los grandes mitos fundadores de la nacionalidad: democracia, excepcionalidad, progreso, optimismo. En gran parte de estos textos la crítica se orienta hacia la burla de los mitos y discursos oficiales, los símbolos y figuras consagradas por los discursos políticos y religiosos tradicionales, mediante el uso de procedimientos como la ironía, la sátira o la parodia, el humor irreverente, las reversiones y travestimientos carnavalescos y desacralizadores.

En términos generales, en estos textos se incrementa el sentimiento de enajenación del sujeto con respecto a un mundo social que se percibe -sobre todo en los autores más jóvenes- como ajeno, ominoso u hostil, y cada vez menos como un orden inteligible o modificable. El mundo narrativo se torna grotesco o absurdo, amenazante o siniestro: adquiere los contornos de una pesadilla, un laberinto,  un caos, una realidad incoherente, ajena a toda comprensión o sentido, refractaria a toda posible transformación regeneradora. La sensación de extrañeza, exilio o enajenación con respecto al mundo, se fortalece en muchos de estos textos mediante la presencia de personajes que se perciben como un ser anómalo, marginado o excluido del orden o de la normalidad, como desecho, loco, monstruo, animal o planta. De aquí el recurso frecuente en estos textos a los desdoblamientos y las metamorfosis: personajes enajenados que pierden su identidad, y situaciones donde se borran los límites entre ser humano, animal o vegetal (Rojas y Ovares, 1998). En la narrativa de este período se continúa el proceso -perceptible desde los años 60- de disolución de las fronteras entre las vivencias subjetivas y las experiencias objetivas, o entre "interioridad" y "exterioridad"; la tendencia a trasladar la fuente de los conflictos desde el "exterior" a la propia subjetividad del personaje (Rojas y Ovares, 1995 y 1998), con lo que se borran también las fronteras entre lo "real" y lo fantástico o imaginario.

En muchos de los autores del último tercio del siglo XX se percibe también un tipo de escritura que exige un nuevo tipo de lector: estos textos buscan la complicidad o la participación activa del lector en la interpretación de los signos, ya sea mediante el juego con las convenciones que determinan su propia escritura; ya sea por medio de la provocación o el desconcierto, mediante la ruptura violenta con las convenciones y protocolos del sentido común o la sindéresis; ya sea mediante la ruptura con los criterios tradicionales de verosimilitud, la combinación de diversos planos de realidad o de lo real y lo imaginario; ya sea mediante el juego con recursos como el humor, la ironía o la parodia, la mezcla de lenguajes o géneros que por su naturaleza apuntan a la ambivalencia, la incertidumbre, la duda. Todo esto traduce la sensación de enfrentarse a un mundo desarticulado y alienante o un  mundo donde domina la incertidumbre, la contingencia o la banalidad, las asociaciones o combinaciones aleatorias de vivencias y objetos sin nexos sólidos o causales estables, el absurdo y el sinsentido o la represión y la violencia.

Los autores de este último tercio de siglo viven la experiencia de un mundo complejo y cambiante: desde el ascenso de los ideales revolucionarios y las utopías juveniles de los años 60 y 70,  hasta la crisis de los ochenta, el "fin de las utopías", el imperio del nuevo capitalismo globalizado, la ideología neoliberal y el "posmodernismo" escéptico y desesperanzado de fines del siglo XX. De aquí que constituyan estos autores y estos textos un grupo heteróclito, complejo y cambiante, que oscila -de un autor a otro y de un texto a otro- entre el entusiasmo y la esperanza o el escepticismo y el desencanto.

© Alvaro Quesada


Notas

[1] Los mejores expositores del proyecto son el propio Facio en su Estudio sobre economía costarricense (1940) y los artículos recopilados en el I tomo de sus Obras Completas (Ed. Costa Rica, 1975), y José Figueres en sus Cartas a un ciudadano (1956). La reconstrucción del contexto histórico se realiza con base principalmente en Molina y Palmer 1997, y Pérez 1997.

[2] Sobre las políticas culturales véase: Cuevas 1996

[3] Alan 1978

[4] Martínez 1987,  Porras 1990

[5] Hernández 1978

[6] Acosta 1984, Salas, 1987, Gordon 1989

[7] Duncan es también el editor de un estudio antológico sobre El negro en la literatura costarricense (1975)

[8] Araya y Del Vecchio 1978, Carballo 1987, Díaz 1987

[9] Miranda 1985, Martínez 1987

[10] Amoretti 1989, Castro 1988

[11] Conejo 1976, Chase 1987

[12] Zaldívar 1995

[13] Hernáncez 1978, Molina 1987, Jiménez 1979

[14] Meyers 1991, Bogantes 1999,

[15] Lyotard 1979

[16] Una excelente y variada muestra de las reacciones de escritores e intelectuales ante el "nuevo orden" que se construye en el país se puede encontrar en Jiménez y Oyamburu 1998

[17] Vargas y Vásquez 1990, Mora mimeo, Alvarado 1998

[18] Quesada Soto 1994

[19] Chase 1996

[20] Chaverri 1997 y 1999

[21] Díaz 1995

[22] Chaverri 1999

[23] Chaverri 1993, 1996, Jiménez 1997, Quesada Sánchez 1994, Mora mimeo

[24] Benavidez 1985-1986, Mora mimeo, Miranda 1991, Monturiol 1994, Díaz 1995

 

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